Moscas en la taza de leche
El Presidente francés Jacques Chirac vive un paréntesis de gloria que no ha tenido antes ni tendrá después. En el reciente debate en la Asamblea Nacional sobre la crisis de Irak los diputados del gobierno y los de la oposición respaldaron de manera unánime su rechazo a una intervención armada contra Sadam Husein y todas las encuestas señalan que si hubiera un plebiscito sobre este asunto Chirac repetiría, y acaso aumentaría, el prodigioso 82% de sufragios que obtuvo en la última elección presidencial. ¿Qué ocurre en la otrora díscola sociedad francesa para que, del fascista Le Pen a los estalinistas incombustibles, pasando por conservadores, social demócratas, liberales y socialistas, la excepción es una pequeña formación trotskista, haya esa extraordinaria coincidencia de pareceres en todo el espectro político?
Ocurre que, con oportunismo maquiavélico y genial, Chirac se las ha arreglado enfrentándose con dureza a Estados Unidos en el tema de Irak, para, como en el milagro de San Martín de Porres, hacer comer en un mismo plato a perro, pericote y gato. Su oposición a la guerra despierta el entusiasmo de bienintencionados pacifistas para los que, en cualquier caso, es injustificable que un país poderoso invada a un país pobre y pequeño como Irak, por el terrible saldo de víctimas humanas y daños materiales que ello causaría, y la solidaridad de los pragmáticos, temerosos de que la guerra contra Sadam Husein, en vez de golpearlo, atice el terrorismo internacional y extienda la difusión del integrismo islámico en todo el mundo árabe. Por otra parte, el abierto enfrentamiento de Chirac y su ministro de Relaciones Exteriores a Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU, ha halagado, como no sucedía desde los desplantes del General de Gaulle contra los "anglosajones", los sentimientos nacionalistas y chovinistas arraigados en un sector importante de la sociedad francesa y que abrazan, a la vez, a los extremistas de derecha y de izquierda por razones ideológicas, y a un amplio sector de la clase media que no se resigna a la lenta declinación de la influencia francesa en los asuntos mundiales y en la propia Europa. El Presidente Chirac, embelesado por esa casi unanimidad que lo rodea, no parece advertir, sin embargo, como se lo acaba de recordar Jacques Amalric en Libération que sus exitosos movimientos para el consumo político interno, lo han metido en una seria trampa, situación que podría generar considerables estropicios a Francia, a la Unión Europea y, ni qué decir, a su propio futuro político.
En efecto, las pequeñas escaramuzas y puntillazos diplomáticos contra Estados Unidos son una antigua tradición de la política francesa a los que el mundo occidental está acostumbrado y acepta, no sin cierto humor, como un juego inofensivo y ritual de la vieja, querida y declinante Francia. Sobre todo porque, a la hora de la verdad, los gobiernos franceses han dejado de lado esos alardes retóricos de autonomía a ultranza y hecho causa común con la alianza atlántica encabezada por los Estados Unidos: así ha ocurrido en Bosnia, Kosovo, Afganistán, en los últimos años. Los cínicos decían que así ocurriría también esta vez y que el habilidoso Chirac y su ministro Villepin -The Playboy of the Western World- encontrarían la manera de justificar en último extremo un volteretazo político que los alineara con Washington y sus aliados europeos. Si así lo pensaron, ya no va a ser tan fácil que lo consigan. Porque, tal como han ido evolucionando las cosas, Chirac, el no hace mucho execrado mandatario por los pacifistas del mundo entero por hacer estallar bombitas atómicas en el lejano atolón de Mururoa, es ahora, gracias a las extraordinarias circunstancias del mundo en que vivimos, el príncipe de la paz, el valedor de los países pobres contra el imperio y sus apetitos colonizadores, el moderno David que blande su honda contra el Goliat yanqui. Y no sólo los gobernantes africanos que acaban de reunirse en París lo apoyan, también los No-Alineados, con Corea del Norte y Cuba a la cabeza, han hecho pública su coincidencia total con la posición adoptada por el gobierno francés en la crisis de Irak y una miríada de intelectuales progresistas, del primero y del tercer mundo, ya se han precipitado a entonar líricas alabanzas a ese su inesperado y novísimo campeón.
¿Cómo va a hacer Chirac, después de esto, para por la interpósita persona de su ministro Villepin, pronunciarse a favor en el Consejo de Seguridad cuando se vote la resolución presentada por Estados Unidos, Gran Bretaña y España que da la luz verde a la intervención militar en Irak? Es imposible. También lo sería la abstención, e, incluso, a estas alturas, no hacer uso del derecho de veto para bloquearla si una mayoría la respalda, algo que le exigen todos sus partidarios, sobre todo los recientes, y lo que está dentro de la lógica de la posición beligerante que Francia ha adoptado en esta crisis. Si se abstuviera, desnaturalizando todo lo que su Presidente y sus ministros y seguidores han dicho y hecho en estas últimas semanas, el descalabro político de Chirac será total y se desvanecerá en un santiamén el actual espejismo de su popularidad. Si ejerciera el veto, ésta todavía crecerá más, pero, como ello no impedirá la intervención militar en Irak, la primera víctima, antes que el régimen de Sadam Husein, serán las Naciones Unidas, cuya impotencia para decidir en las cuestiones esenciales de nuestro tiempo, se habrá hecho evidente. No es seguro que a mediano plazo las Naciones Unidas sobrevivan a un fracaso semejante. Las otras víctimas serán, claro está, Europa, en la que el veto francés daría el puntillazo a las cada vez más frágiles y contusas relaciones de Francia con el Reino Unido, Italia, España y los otros dieciocho miembros o aspirantes de la Unión Europea cuyos gobiernos han hecho causa común con Estados Unidos en este asunto. Una crisis de esa magnitud, por supuesto, paralizaría la edificación europea muchos años y acarrearía, más pronto que tarde, el desplome político de Chirac y los conservadoresy, acaso, el renacer del actualmente descuajeringado y disminuido Partido Socialista Francés. El sueño de opio del mandatario galo habrá durado "el tiempo de un suspiro".
Por eso, aunque yo también estoy contra la guerra en Irak, no me he sumado al coro de entusiastas de la posición del Presidente Chirac, para quien la confrontación con Washington parece un objetivo primordial y la defensa de la paz un mero pretexto táctico destinado a afianzar su supremacía nacional. Todas mis simpatías van, más bien, hacia el puñadito de políticos e intelectuales franceses de distintas tendencias -moscas en la pulquérrima taza de leche- que, opuestos a una intervención unilateral de Estados Unidos en Irak, por írrita al orden legal internacional, luchan por hacer oír la voz de la sensatez y la equidad en medio de la chillería anti-estadounidense desatada por la crisis de Irak y atizada por la política gubernamental francesa. El socialista Bernard Kouchner, ex ministro de Salud, fundador de Médicos sin Fronteras y administrador de Kosovo por encargo de la ONU, es una de las voces que ha roto aquella unanimidad, afirmando: "Sadam tiene que irse. Es uno de los grandes genocidas del siglo veinte y no es realista imaginar que se lo puede desarmar con inspecciones". Oponerse a los designios bélicos de Bush, añade, es legítimo, pero ello no debe hacernos olvidar que "Sadam es una afrenta a la humanidad" y que "el 80% de los iraquíes están esperando la libertad". Kouchner pide, con mucha razón, que las muy necesarias críticas a Estados Unidos por su rechazo del Tribunal Penal Internacional o los acuerdos de Kioto sobre el Medio Ambiente, no cieguen de manera que lleven a sus críticos al punto de convertir a un repugnante tiranuelo como Sadam en una víctima y un héroe. Este argumento ha sido desarrollado, también, con su lucidez habitual, por Jean-François Revel, para quien el anti-norteamericanismo primario de muchos europeos los lleva a preferir la satrapía iraquí a los Estados Unidos que los salvaron de Hitler y de Stalin.
El filósofo libertario André Glucksmann, opuesto asimismo a una acción armada unilateral contra Irak, autopsia la posición franco-alemana ante el conflicto y, haciendo números, recuerda que es una pretensión ridícula decir que el dúo franco-alemán habla por Europa, cuando, en verdad, con la excepción de Bélgica, más de veinte naciones europeas han hecho explícita su solidaridad con los Estados Unidos. Por otra parte, ¿se compadece acusar de "arrogancia" a los norteamericanos cuando el Presidente Chirac, exasperado por el manifiesto de los antiguos países de la órbita soviética de apoyo a Washington, dijo de ellos "que habían perdido una magnífica oportunidad de callarse la boca"? Esta destemplada reacción ha herido la susceptibilidad de la decena de países que aspiran a ser, en la futura Europa, aliados y no vasallos de Francia y que saben muy bien que, si los apetitos de la Rusia de Putin se desbocaran, su protección vendrá de Washington antes que de París. Glucksmann reprocha a Francia jactarse de su superioridad "moral" en esta crisis contra los guerreristas, cuando sus aliados en esta causa son la Rusia de Putin, el genocida de Chechenia, y la China totalitario-capitalista, que ha colonizado y coupa el Tíbet. Para el filósofo francés, Francia y Alemania han confundido las prioridades y antepuesto la postura anti Washington a la obligación de los regímenes democráticos de apoyar la causa de la libertad y la legalidad en el resto del mundo. Que entre los más diligentes defensores de la posición de Francia estén Mugabe, el tiranuelo de Zimbawe, a quien Chirac acaba de recibir en el Elíseo con todos los honores o sátrapas convictos y confesos como Bachar Asad de Siria y Fidel Castro, ¿no vuelve más que ridícula la pretensión de llamar a esa variopinta mescolanza "el campo de la paz"?
Quien, a mi juicio, ha formulado lo que debería ser la política más adecuada para impedir la guerra, o, si ello resulta imposible, reducir al máximo sus horrores, es Claude Imbert, el fundador de Le Point. Salvar a las Naciones Unidas y a la Alianza Atlántica es más importante que salvar a Sadam Husein, y la posición pacifista franco-alemana, si mantiene su pugnacidad e intransigencia, no sólo no impedirá la guerra de Irak, sino que, además de acelerarla, conducirá a una ruptura entre América y Europa de trágicas consecuencias políticas y económicas para los antiguos aliados. ¿Qué hacer, entonces? Trabajar para mantener a Estados Unidos dentro del marco de las Naciones Unidas, de modo que sean éstas, en principio, las que asuman la responsabilidad de desarmar a Sadam Husein, y no la superpotencia mundial, sola, y en contra de la organización que, con todas sus limitaciones y defectos, representa el único orden legal internacional vigente. La participación activa de Europa Occidental en la reconstrucción de Irak y el establecimiento allí de un régimen plural y abierto le permitiría presionar con más eficacia ante Washington para una equitativa solución del conflicto palestino-israelí. Pero acaso ya sea demasiado tarde para materializar esta estrategia y la guerra de Irak estalle en cualquier momento, en las peores condiciones posibles, sembrando desastres por los cinco continentes.
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