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Columna
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Londres

Londres se ha puesto de moda. Esa ciudad suele estar siempre a la última, aunque ahora tiene a toda Europa especialmente atenta a lo que ocurre en sus calles . Ello se debe a la decisión municipal de implantar la llamada tasa por atasco, la medida que establece un peaje de cinco libras, unos siete euros y medio, a quienes pretendan acceder en coche al centro de la capital. Es la apuesta personal del controvertido alcalde londinense, el laborista disidente Ken Livingstone. Haciendo honor a su apellido de explorador, Livingstone se ha atrevido a ensayar una fórmula que necesariamente ha de contrariar a los más directamente afectados. No en vano quienes usaban el coche cotidianamente para acceder al centro se han encontrado con que mantener sus hábitos de transporte les viene a salir por unos 180 euros al mes, una cantidad similar a lo que cuesta alquilar una plaza de garaje en el centro de Madrid.

Hay que tener en cuenta que el pago de la tasa en cuestión lo único que da derecho es a circular por la city, no a estacionar el vehículo, luego hay que añadir el gasto de estacionamiento que en Londres puede hasta doblar el coste del peaje. Si a eso le sumamos los gastos de gasolina y mantenimiento, llegamos a la conclusión de que solo quienes van muy sobrados de recursos pueden permitirse el lujo de usar el coche en el centro de la capital inglesa. Todavía es pronto para valorar los resultados pero todo parece indicar que la flema británica ha sabido encajar el duro elemento disuasorio introducido por la autoridad municipal. Y al decir 'encajar' me refiero a que no habido una desobediencia generalizada de la norma, ni se han producido embotellamientos traumáticos en la hora previa a la entrada en vigor de la medida, o en las áreas limítrofes al perímetro que delimita la zona de pago de la gratuita.

Nadie, que yo sepa, se ha tirado al Támesis desesperado por dejar en casa su maravilloso coche con el volante a la derecha y verse obligado a usar el transporte público. Esto tampoco significa que el plan vaya a cosechar los frutos para los que fue diseñado. Puede, incluso, que dentro de unos meses la fluidez lograda en un principio seduzca a los automovilistas más recalcitrantes y vuelvan a coger su vehículo aunque hayan de renunciar a la cerveza o al té para financiar el peaje. Hay que esperar un tiempo y ser muy cauto, mientras tanto, a la hora de opinar sobre la conveniencia de esta fórmula. No obstante, lo que ya de antemano resulta esperanzador es que haya alcaldes dispuestos a liarse la manta a la cabeza para hincar el diente a los problemas que comprometen de forma determinante la calidad de vida de sus ciudadanos. Como podrán figurarse, Livingstone se juega su prestigio y puede que hasta su carrera política imponiendo esta tasa, y el hecho de que no se resigne a ver las calles atascadas día tras día y arriesgue merece el mayor de los respetos. Aquí en Madrid hemos visto durante décadas hasta qué punto el miedo a poner en marcha medidas supuestamente traumáticas nos ha condenado a la inmovilidad más absurda e impresentable que cabe imaginar. Sólo la audacia le puede devolver a las grandes urbes la cordura que permita a sus ciudadanos trasladarse con un mínimo de comodidad y rapidez.

En Madrid, como ahora estamos en precampaña, enseguida han salido políticos de todos los colores poniendo el grito en el cielo por lo de Londres y descartando cualquier posibilidad de plantear aquí algo tan aparentemente impopular. Son los mismos que al día de hoy no han mostrado ninguna alternativa ambiciosa y rompedora, un plan capaz de mejorar de forma contundente el trafico terrible de la capital. Peor que equivocarse es no moverse y esa cultura cobarde es en gran medida responsable de que el problema nos haya engordado hasta límites insospechados. No hay más que ver los temores previos que suscitó recientemente la implantación de los parquímetros pese a ser, posiblemente, el elemento más eficaz que se ha introducido en los últimos años en materia de tráfico en Madrid. Un sistema que estaba más que probado en otras ciudades y que, al fin y al cabo, es otra forma de penalizar económicamente a quien utiliza el coche para ir al centro. Aunque personalmente tampoco me entusiasma lo de pagar peajes, los grandes males requieren grandes remedios y habrá que reconocer que en Londres al menos lo intentan.

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