"Habían roído el borde de la patera"
Los rescatadores de la barca hallada a la deriva relatan "el penoso estado" en el que se encontraban los seis supervivientes
El equipo de rescate del helicóptero que el miércoles salvó a seis inmigrantes de una patera a la deriva, a 220 kilómetros al suroeste de Gran Canaria, afirman que los náufragos habían roído los bordes de la embarcación, posiblemente para chupar la madera y calmar el hambre. Según sus declaraciones, los inmigrantes llevaban dos semanas sin rumbo, habían perdido a 18 compañeros y se untaban los labios con pasta de dientes antes de beber sorbos de agua de mar para evitar que ésta les quemara la piel.
El pesquero gallego Naboeiro, dedicado al pez espada, navegaba el pasado jueves a 120 millas al sur de Gran Canaria "en busca de lo que saliera". A las 17.30, el patrón, Juan Antonio Barreiro, de 33 años, divisó "un bulto extraño". "Fue una casualidad, porque se nos fue la vista para esa zona y, además, no faenamos por aquí habitualmente, sino que vinimos a probar porque la cosa está floja".
"A medida que les iba entrando el suero reaccionaban como si les inyectasen vida"
"Las camisetas se les habían pegado al cuerpo y tuvimos que cortárselas con tijeras"
Al principio, Barreiro pensó que se trataba de un bidón, pero el tamaño era mucho mayor. "Nos picó la curiosidad", recuerda. Enfocó con los prismáticos y vio una patera con varias personas "que parecían casi muertas, porque al principio estaban agachadas. Una de ellas debió levantar la cabeza y se levantó para hacernos señales con los brazos y con algo de ropa". Barreiro avisó a la radio costera, que notificó el hallazgo a Salvamento Marítimo. Las autoridades le indicaron que se acercara a la barca, le lanzara un cabo, la protegiera con su casco y suministrara líquidos a los náufragos. También le advirtió de que no los subiera a bordo, "por precaución".
"Estaban todos muy mal", ha explicado el patrón. "Uno me dijo en inglés que formaban parte de un grupo de 18 inmigrantes, que llevaban 14 días a la deriva y que tenían mucha sed y hambre. Pero sólo dos intentaron alcanzar las botellas de agua que les ofrecimos. Los otros no se movieron. La que parecía peor era la chica. Lo que no sé es cómo la patera no volcó, con la mala mar y el viento que hubo en esta zona durante la semana pasada".
El helicóptero Helimer, del dispositivo de búsqueda y rescate de náufragos en alta mar, despegó del aeropuerto de Gando, en Gran Canaria, 20 minutos más tarde. El pesado aparato, un Sikorsky S61N con capacidad para 29 personas y autonomía de vuelo de más de cuatro horas o 300 millas, puede alcanzar los 200 kilómetros por hora. La tripulación estaba formada por un comandante, un copiloto, un mecánico de vuelo y dos rescatadores bregados en más de 3.000 operaciones imposibles en los últimos diez años.
El Helimer ya había recorrido 154 millas cuando el piloto, Rafael Gómez Romero, lo hizo descender hasta situarlo, como una enorme libélula, a 15 metros sobre la patera, atada a un costado del Naboeiro. "Se pusieron muy contentos cuando los tuvimos al abrigo de nuestro barco, lloraban y reían", recuerda el patrón Juan Antonio Barreiro.
El mecánico, Jesús Cañizares, accionó la grúa y desenrolló un cabo de acero amarrado a cuyo extremo descendió el primer rescatador. "De toda la operación, ése fue el momento más complicado", explica Tomás González Sánchez-Araña, capitán con 25 años de experiencia al mando de petroleros y mercantes y en la actualidad uno de los responsables de la torre de Salvamento de Santa Cruz de Tenerife. "El piloto no veía lo que tenía debajo, pero debía mantener el cabo lo más derecho posible".
"El espectáculo era penoso. Los náufragos habían roído los bordes de la barca, imaginamos que para chupar la madera, aunque también pudieron hacerlo para fabricar bisuacs, esos palillos de dientes que se utilizan en África", relata uno de los guardias civiles que bajó hasta la chalupa. Lograron subir a cuatro inmigrantes en grupos de dos. Pero la mujer y otro de los subsaharianos que estaba en muy mal estado tuvieron que ser izados en dos tandas, con un rescatador cada uno. "Apenas decían monosílabos, se quejaban mucho, estaban muy inquietos y hacían gestos para dar a entender que querían beber y comer", relata Sánchez-Araña.
La operación duró 20 minutos. El aparato carecía de combustible para volver a la base. El punto de tierra firme más cercano para repostar era el aeropuerto Reina Sofía, en el sur de Tenerife, donde existe un puesto permanente del Servicio de Urgencias de Canarias.
En el aeropuerto de Tenerife Sur, la doctora Anabel Domínguez, de 33 años, recibió una llamada de la Sala de Coordinación del 112 de Santa Cruz entre las 20.30 y las 21. Se volvió hacia el coordinador sanitario, Ignacio Herranz, de 36 años, que acababa de terminar una guardia de 48 horas y ya cargaba su bolsa de viaje, dispuesto a irse a casa.
"Viene un helicóptero con seis náufragos, cuatro de ellos graves", dijo la médico.
El mensaje de la Sala era escueto: el Helimer aterrizaría en menos de 50 minutos, y el equipo médico debía aprovechar la escala para hacer una valoración rápida de los enfermos. Los miembros del equipo (la doctora, el coordinador sanitario, una enfermera en prácticas y un piloto y un copiloto) subieron a su propio helicóptero, un pequeño Daolphin-N medicalizado, y se posaron en la plataforma donde tenía previsto aterrizar el Helimer. Para ahorrar tiempo, sacaron el material de su aeronave y lo dispusieron en la pista. El Helimer tardó diez minutos en posarse. Antes de que se detuvieran las aspas, los miembros del equipo ya subían por la escalerilla.
-"¡Prepárense, que huele un poco fuerte!", advirtió uno de los miembros del equipo de rescate.
La doctora Domínguez recuerda así el interior del helicóptero: "Olía a humanidad y a mar. Era un olor fuerte, parecido al de los mendigos". "Olía a humanidad salada. Era un olor diferente, peculiar", dice el enfermero Herranz. Tanto la doctora como el enfermero son profesionales curtidos en los horrores de las urgencias. Pero lo que vieron en la panza del Helimer no se les olvidará fácilmente:
"Era como un túnel en penumbra. Los náufragos estaban tirados en el suelo, encogidos bajo las mantas o recostados contra la pared. No se sabía dónde terminaba el cuerpo de uno y empezaba el de otro. Sus miradas eran de terror, de desconfianza. Pensé si el miedo que reflejaban sus rostros sería debido a lo que habían pasado o a que temían que les pudiéramos hacer más daño. Algunos no tenían fuerzas ni para levantar la mirada".
Lo más graves eran un muchacho, "tan delgado que podía señalársele cada hueso del cuerpo" y que se identificó como Mamadú, y la mujer, que más tarde dijo llamarse Sangare. Uno de los subsaharianos la había recostado en su regazo y trataba se acallar sus gemidos con caricias y susurros en una lengua extraña. "Llevaban superpuestas camisetas ajustadas que se les habían pegado al cuerpo. Tuvimos que cortárselas con tijeras. Era como ir quitando capas de una cebolla. A la vez, controlábamos sus constantes: tensión, glucemia, frecuencia cardíaca. Tenían la piel seca, cuarteada por el salitre y llena de escoriaciones, como si se hubieran frotado un sarpullido con piedra pómez. Sólo hablaban para pedir agua en francés".
Los miembros del equipo médico tuvieron que ayudarse con linternas para ponerles vías intravenosas y comenzar a hidratarles con suero. "A medida que el líquido les iba entrando en el cuerpo, reaccionaban como si les estuvieran inyectando vida", recuerda Herranz. Sólo la chica se resistió: "Era muy joven, menuda, muy guapa. Tenía los ojos almendrados y el pelo recogido en trencitas", explica la doctora. "Estaba muy desorientada y se arrancó los viales en cuanto se los puse. Le dije en tono severo: '¡No, no, no te puedes quitar eso!'. Ella comenzó a repetir algo que sonaba como un insulto: 'Asesin, asesin'. El muchacho que la acariciaba le tapó la boca. Más tarde, cuando le acerqué a los labios un algodón mojado en agua, hizo gestos de intentar morderme. Era como si me estuviera advirtiendo: no creas voy a dejar que me hagas todo lo que quieras".
Cuando Sangare se quedó amodorrada, su compañero se quitó los guantes de lana y mostró los dedos en carne viva. Para entonces el helicóptero ya había repostado y tenía orden de volar hasta el muelle de Santa Cruz, donde esperaban dos ambulancias medicalizadas, una para la chica y otra para Mamadú.
Cuando comenzaron a girar las aspas, los náufragos se miraron con pánico. A la doctora se le eriza el vello al recordar el momento: "En cuanto el aparato se elevó, comenzaron a llorar el silencio. Las lágrimas les rodaban por las mejillas sin un gemido. No sé si lloraban porque se había acabado la tortura o porque los iban a devolver a su tierra". El viaje desde Tenerife Sur a Santa Cruz duró 10 minutos. Cuando aterrizaron e introdujeron a los náufragos en las ambulancias, que los trasladaron a los hospitales, el cuerpo de cada uno de ellos había absorbido 1.500 centímetros cúbicos de suero.
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