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Columna
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George Clooney

A mí, Clooney me parecía un capullo. Como actor nunca llegó a fascinarme salvó en una película de reciente factura donde le vi un punto de ternura. Hasta entonces siempre le recordaba por su papel de médico guaperas en Urgencias o con un arma haciendo de tipo duro en esos frentes virtuales en que los americanos salen vencedores. No era, sin embargo, la trayectoria cinematográfica de George Clooney lo que me desagradaba del personaje. Le cogí manía por unas declaraciones supuestamente suyas presumiendo de haberse acostado con cientos de señoras. Me parecieron detestables, nunca soporté a los individuos que alardean de sus victorias sexuales o manejan sus relaciones como artículos de usar y tirar. Luego escuché a alguien explicar que esas cosas realmente no las dicen los actores, sino sus agentes para aumentar el morbo y subir la recaudación en las taquillas e incrementar el caché. A pesar de ello, no le había perdonado. He de reconocer además que me molestaba profundamente ver su cara y su torso hercúleo en los salvapantallas del personal femenino, primero porque lo imaginaba indigno de tanta admiración y, segundo, porque los demás tenemos también nuestros encantos. Desde el miércoles pasado, Clooney es mi héroe. El actor norteamericano estuvo en Madrid para promocionar dos películas de esas que no van a lograr grandes éxitos de taquilla pero que tratan de recuperar la estética y el espíritu del cine independiente. Simpático, inteligente y extremadamente ágil con sus respuestas, George Clooney se marcó un demoledor alegato contra la guerra y defendió algo tan elemental como el derecho a disentir . "Sé que en España", dijo, "la mayoría del pueblo no comparte la postura del Gobierno y creo que eso mismo ocurre en Estados Unidos", y añadió " antes de lanzarse a matar gente deben recorrer un largo camino".

Ese mismo miércoles en que mi concepto de Clooney experimentaba un giro copernicano, el alcalde de Madrid me daba un disgusto. Jose María Ávarez del Manzano eludía el estampar su firma en el manifiesto contra la guerra de Irak que había promovido el regidor de Roma. Argumentando que el manifiesto no le había llegado y que ya estaba superado, se negó a ratificar en el pleno municipal un documento al que se han adherido capitales como París, Londres, Moscú, Viena o Berlín y que es sólo una llamada en favor de la paz. De hecho, el texto carga contra el régimen de Sadam Husein exhortándole al desarme y condena de una forma contundente el terrorismo internacional, sea político o religioso. Esa declaración de los alcaldes afirma "que la guerra debe evitarse porque, al alba del siglo XXI, no puede ser el instrumento normal para resolver los problemas". Me cuesta entender que un planteamiento tan equilibrado provoque algún recelo. Es evidente que en la determinación de dejar a Madrid como la única de las siete grandes capitales comunitarias que rechaza el manifiesto no han pesado las convicciones religiosas de Manzano, porque el Papa ha hecho llamamientos más severos en contra de la guerra. Tampoco ha debido tener en cuenta que el documento dista muy poco del aprobado por los líderes de la Unión Europea en Bruselas.

Y, sobre todo, le ha importado un pimiento que cuatro días antes casi un millón de madrileños se echaran a la calle para manifestarse contra el terrorismo y contra la guerra. Lo único que parece importarle de verdad es no contrariar a su jefe José María Aznar. Un jefe que, por cierto, dudo merezca tanta consideración después del trato que le ha dispensado en los últimos tiempos. El todopoderoso Aznar lleva meses manteniendo en el aire el futuro de Álvarez del Manzano, al que supuestamente debe dar alguna salida personal digna de quien ha conquistado Madrid en tres elecciones consecutivas. No imagino a Aznar dedicando un solo minuto de su tiempo a pensar en cómo agradecerle a Manzano los servicios prestados, tan ocupado como está en servir el café a Bush en su rancho de Tejas. Los madrileños ya no podrán pasarle factura electoral al alcalde por su equivocada forma de entender la lealtad, pero Gallardón debería tomar nota y no escurrir el bulto en el asunto de la guerra. Esa fidelidad interesada y tardía en una cuestión de principios como ésta puede costarle hasta las elecciones. Tal y como está el ambiente, si Clooney se presentara hoy a alcalde de Madrid arrasaba.

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