Desgraciado San Valentín
El reciente Día de San Valentín del año 2003 va a marcar, según todas las probabilidades, el fin de una gran historia que comenzó el 14 de febrero de 1945. Ese día, Franklin D. Roosevelt, que volvía directamente de Yalta, se encontró con el rey de Arabia, Ibn Saud, a bordo del crucero USS Quincy, anclado en el canal de Suez, en Egipto. En aquellos momentos en que se dibujaba el mapa del mundo de la futura guerra fría, el presidente estadounidense y el monarca saudí intercambiaron unos votos especiales: mientras que la URSS disponía de enormes reservas de petróleo en el Cáucaso, Occidente necesitaba asegurar sus provisiones de hidrocarburos procedentes del que sería el mayor productor de Oriente Próximo. Las promesas desembocaron en un matrimonio de conveniencia entre la mayor nación democrática y el reino wahabí conservador: el petróleo saudí regaría el mundo libre a un precio razonable, mientras que Estados Unidos garantizaría el poder de la dinastía de Ibn Saud y de sus hijos en el reino que llevaba el nombre de su familia. Este matrimonio duró 58 años, en conjunto felices. En octubre de 1973 sobrevino la primera dificultad, con el embargo al petróleo destinado a los aliados de Israel, pero, en definitiva, los carteles estadounidenses sacaron provecho de ello. En agosto de 1990, cuando Sadam Husein invadió Kuwait, amenazando los campos petrolíferos saudíes, las cláusulas implícitas previstas en el acuerdo del Quincy se desencadenaron automáticamente: la Armada estadounidense, con algunos aliados occidentales y árabe-musulmanes, acudió en auxilio de Arabia y su dinastía, liberando a Kuwait y obligando al ejército de Sadam a replegarse hacia Irak.
En cambio, la nueva guerra anunciada hoy por la Administración estadounidense contra Irak no entra en el marco de las promesas del Quincy: más bien, aspira a romperlas y a sustituirlas con una nueva alianza. Bagdad, después de Sadam, se convertiría en el objeto de todas las atenciones de Washington, en detrimento tanto de Riad como de El Cairo, ya repudiados por haber dado a luz, según los halcones del Pentágono, a los monstruos del terrorismo: Bin Laden por un lado, Zawahiri y Mohamed Atta por otro.
Conocemos las quejas acumuladas al otro lado del Atlántico contra Arabia y Egipto. Se acusa a la monarquía de Riad de haber favorecido, con la difusión de una ideología y un sistema de enseñanza retrógrados, el desarrollo de un islamismo radical exacerbado del que el terrorismo del 11 de septiembre fue la consecuencia más espectacular hasta el momento, al ser la mayoría de los piratas del aire de nacionalidad saudí. Los abogados de las familias de las víctimas de las Torres Gemelas y del Pentágono acusaron a ricos saudíes, bancos islámicos e incluso a príncipes de sangre real que suponían habían financiado la red de Al Qaeda. En cuanto a Egipto, donde se desarrollan campañas antiestadounidenses recurrentes en una opinión caldeada por la política de Israel frente a las palestinos, y donde el boicoteo a los productos estadounidenses y "judíos" llega al máximo con la instigación de la izquierda, así como de los nacionalistas e islamistas, está ya en el punto de mira del Congreso, desde donde se alzan numerosas voces para disminuir sensiblemente la ayuda gigantesca de Estados Unidos, que permite al poder hacer frente a una explosión demográfica inaudita y a un nivel de vida muy bajo. El dinero de los contribuyentes estadounidenses, se alega, no debe sostener a un régimen que persigue a los homosexuales, y que ha mantenido en prisión bajo un pretexto banal al universitario egipcio-estadounidense Saad ed din Ibrahim.
Para Riad y El Cairo, atrapados entre la espada del resentimiento estadounidense y la pared del sentimiento popular, es fácil responder que, aunque hay terrorismo islamista, Washington debería barrer primero en su propia casa. Por instigación estadounidense, replican, fueron a formarse a los campos de Afganistán o de Pakistán aquellos que, bajo el nombre de freedom fighters, combatirían y más tarde denunciarían al Ejército Rojo en Afganistán en 1989. Fue la CIA quien les equipó, entrenó, e incluso pagó para que atraparan al oso soviético en la yihad afgana, sin que se derramara la sangre de los boys estadounidenses. Y fue Estados Unidos quien, una vez terminada la yihad, según creían, con la derrota del Ejército Rojo, se desentendió de esas brigadas internacionales de yihadistas árabes, paquistaníes, turcos, indonesios, etcétera. Sus mercenarios, adoctrinados por una ideología islamista radical que veía la violencia como única forma de acción político-religiosa, no fueron desarmados, y formaron la cantera de donde saldrían Osama Bin Laden y la red de Al Qaeda (a la sombra del régimen de los talibanes, apadrinado por el aliado paquistaní de Washington y dos compañías petrolíferas estadounidenses a mediados de 1990).
Estas recriminaciones se han barrido de un manotazo al otro lado del Atlántico: el terrorismo islámico se ha beneficiado, dicen, de la pasividad, si no complicidad, de sectores enteros de la sociedad, incluso de algunos círculos influyentes saudíes. El sistema de conservadurismo religioso wahabí (en otro tiempo considerado muy aceptable porque permitía reforzar el anticomunismo con un islam rigorista e impedir el contagio socialista a Oriente Próximo, además de contener la expansión de la revolución iraní) es intrínsecamente perverso, y ha traicionado la confianza estadounidense y el espíritu del San Valentín de 1945. Hay que repudiar esos votos, tanto más cuanto que este matrimonio de conveniencia, con las prisas, había sido provocado por un contexto que hoy ya no existe: la amenaza soviética sobre el aprovisionamiento de petróleo de Occidente. Desde septiembre de 2001, la naturaleza de esta amenaza ha cambiado: procede de fermentos del radicalismo islámico en las propias sociedades de Orien-te Próximo, en las cuales, si no se hace nada, se alzarán grupos terroristas cada vez más audaces que prenderán fuego a los pozos y las refinerías. Para evitar esta amenaza, hay que hacer salir a la región del estancamiento social en el que la han sumergido los regímenes que acaparan la renta petrolífera y engendran frustraciones de las que surgen el resentimiento y la violencia. El sistema saudí no es un buen candidato para este fin, y el de Egipto no es mucho mejor: en Washington se cree que la renovación que pondrá a Oriente Próximo en el camino de una globalización virtuosa y del despegue económico vendrá del Irak liberado. En efecto, Irak dispone de una combinación de tres bazas únicas en la región, mientras que sus vecinos, como mucho, poseen una: petróleo, agua (del Tigris y el Éufrates) y unas clases medias urbanas numerosas y competentes. Allí, y no en una Arabia sin agua y aún dominada por juramentos de fidelidad tribales, ni en un Egipto hijo del Nilo y padre de una población urbana numerosa, pero sin grandes recursos petrolíferos, es donde Washington quiere comprometerse para lo bueno y para lo malo y realizar su principal alianza estratégica con el fin de asegurarse el acceso a los hidrocarburos de Oriente Próximo en función del contexto y de las amenazas del nuevo siglo. Pero también hace falta que las clases medias de Irak, surgidas en su mayor parte de la población shií (60% de la población del país) estén dispuestas a depositar su confianza en Estados Unidos, que las empujó a la revuelta en 1991 antes de permitir que las aplastara la guardia republicana de Sadam, y después hizo pesar sobre ellas los horrores de las sanciones y el embargo (mientras que el régimen prosperaba con el contrabando surgido de éste). Todos están convencidos de que el arsenal y la determinación de Bush les permitirá decapitar el poder de Sadam Husein, pero, ¿será capaz -y con qué socios- de llevar a cabo las alianzas sociales que permitan construir la paz y la prosperidad en un país agotado y traumatizado? ¿Quién en Irak está tan prendado del Estados Unidos de Rumsfeld y deposita en él la confianza necesaria para intercambiarse las promesas de este San Valentín de 2003, que sustituirían a las del Quincy en 1945? Ésta es la cuestión crucial que determina el futuro de la región y, a la larga, del nuevo mundo que nacerá en la violencia de la crisis de Oriente Próximo.
Gilles Kepel es catedrático en el Instituto de Estudios Políticos de París.
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