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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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Fantasías y caramelos

AZNAR HA SEGUIDO justificando esta semana con débiles razones los fundamentos de su política frente a la crisis de Irak: el apoyo incondicional a las decisiones -sean cuales sean- de la Administración de Bush, incluidas eventuales operaciones bélicas preventivas al margen de las Naciones Unidas, y el ofrecimiento de sostén a la guerra unilateral de Estados Unidos -una coartada simuladora de multilateralismo- si el Consejo de Seguridad de la ONU no avalase la intervención militar. Esa ciega disponibilidad del jefe del Gobierno a comprometer a su país sin informar al Parlamento ni pedir su aprobación no es nueva: Bob Woodward cuenta en su documentado reportaje sobre el proceso de la toma de decisiones en la Casa Blanca tras los atentados de Nueva York y Washington (Bush en guerra. Península, 2003, página 195) cómo Colin Powell informó al Consejo de Seguridad Nacional del 29 de septiembre de 2001 "que los españoles estaban de acuerdo en mandar tropas y algunas naciones africanas estaban dispuestas a tomar medidas".

Aznar menciona la eventual entrega por el régimen de Sadam Husein de armas de destrucción masiva a organizaciones terroristas internacionales como justificación de su apoyo incondicional a Bush

La moción aprobada esta semana en el Congreso por todos los grupos -salvo el PP- para pedir la búsqueda de soluciones alternativas a un desenlace militar del conflicto de Irak dejó otra vez al presidente del Gobierno en la soledad, no del corredor de fondo (como dicen sus panegiristas), sino del velocista que toma a destiempo la salida por oportunismo. Con independencia de que el informe de los inspectores al Consejo de Seguridad de la ONU imprima en el futuro obligadas inflexiones a su discurso, Aznar había explotado hasta ahora como principal recurso polémico el juicio de intenciones contra los socialistas, acusados indistintamente de incoherencia, antipatriotismo, inexperiencia, deslealtad, hipocresía e irresponsabilidad. Sin dejar de repetir algunas falsedades obvias al respecto (como la equiparación de la actual crisis de Irak con la guerra del Golfo de 1991 en términos de derecho internacional) o de buscar las cosquillas a los actuales dirigentes del PSOE situándoles frente al espejo de los socialistas buenos (Javier Solana, por su opinión favorable al informe de Powell, o el alcalde de A Coruña, por su neutralidad ante la catástrofe del Prestige), el Gobierno regresa con brío a un anterior enfoque propagandístico: el eventual acceso de las redes terroristas internacionales a las armas de destrucción masiva de Irak. La contraprogramación onanista practicada el pasado martes de RTVE, que modificó su parrilla habitual para difundir un pavoroso documental sobre bioterrorismo, se inscribe dentro de esa alarmista campaña.

Aznar ha puesto en conocimiento de un innominado auditorio de tontos o de escépticos -tal vez formado por pacifistas irredentos e izquierdistas utópicos- que la hipótesis según la cual los terroristas podrían llegar a disponer antes o después de armas nucleares, químicas y biológicas no es una fantasía. No se trata, desde luego, de una fábula paranoica al estilo de los bulos sobre los caramelos envenenados repartidos en la primavera de 1936 por damas catequistas a los niños madrileños o sobre el envenenamiento por los frailes de las aguas de la capital durante el verano de 1834. El régimen de Sadam Husein fabricó armas de ese tipo y las empleó contra el ejército iraní y contra los kurdos: la labor de los inspectores de las Naciones Unidas se concentró en verificar si esos arsenales fueron destruidos. Pero sería indecente que las menciones oficiales a las escalofriantes oportunidades brindadas al terrorismo por el desarrollo científico y tecnológico fuesen utilizadas para propósitos ajenos a la seguridad de la población. Entre la posibilidad abstracta de la entrega por Irak de armas químicas y biológicas a organizaciones fundamentalistas y la materialización efectiva de ese riesgo se extiende un inquietante espacio de incertidumbre que podría ser aprovechado por gobernantes sin escrúpulos para manipular como caramelos envenenados tales amenazas reales con el fin de modificar el estado de ánimo de una opinión resistente a las aventuras bélicas.

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