Un no rotundo
La manifestación de ayer confirmó dos tendencias propias de los movimientos espontáneos: unidad en el fondo, atomización en la forma. Por más impresionante que fuera la asistencia, que lo fue, los organizadores no pudieron evitar que 30 minutos antes de la hora prevista hubiera más de cuatro cabezas de manifestación. Así las cosas, el pueblo soberano decidió ir montando sucesivas e improvisadas cabeceras y ocupar la calzada central del paseo de Gràcia como vía de acceso más rápida al megamogollón, impidiendo que el inmenso río humano pudiera fluir con la normalidad prevista.
Cualquiera que estuvo allí pudo pensar: "Somos muchos, pero no estamos organizados". Incluso lo pensaron los que no pudieron llegar y se quedaron atrapados en andenes de estaciones colapsadas y otras formas desbordadas de transporte público. La megafonía llamaba a los presentes a ocupar los laterales del paseo, pero sus consejos eran recibidos con cívica indiferencia. A falta de movimiento, se optó por la concentración, género de protesta que permite charlar, pasar frío, cantar y comentar la jugada y, cada vez que el helicóptero de la policía sobrevuela la zona, abuchearlo ruidosamente. Algunos sonreían y ponían cara de no entender nada: nos dicen que vengamos, venimos y luego se quejan de que seamos tantos y el paseo esté colapsado.
Fue, además, una manifestación festiva, y eso significa que no faltaron ni acciones teatrales, ni muñecos, ni gigantes, ni cabezudos, ni globos, ni caras pintadas, ni pelucas, ni juegos malabares, ni monopatines, ni bicicletas, ni charangas, ni esa sirena simulacro que tan mal rollo me dio, aunque, supongo, tenía la finalidad de hacer gracia. Una triste constatación: pese al avance de las tecnologías, los megáfonos siguen siendo una birria. Amplifican, sí, pero no se entiende un carajo. Y pese a la experiencia colectiva, sigue habiendo gente que no aprieta el botón cuando habla, con lo cual se pierde toda posibilidad de comprensión (puestos a discrepar de este artilugio autoritario, antipático y estridente, me pregunto si no es inapropiado a estas alturas de la historia). Alguien intenta contagiar a los asistentes con una frase pegadiza de un nivel poético más que discutible: "Tots a terra, Bush bombardeja". Incluye una coreografía que, en algunos de sus movimientos, parece un híbrido de Aserejé y de La Macarena. Ya no estoy para estos trotes.
La atomización también afecta a los mensajes leídos en pegatinas y pancartas: "Catalunya per la pau", "Barcelona per la pau", "Aturem la guerra", "Dame el petróleo", "Globalitzem la resistència", "Aznar, deja de rebushnar", "Tankes sí, pero de birra", "No a la guerra del petroli", "Aznar, dale guerra... a la Botella", "El hambre es un arma de destrucción masiva...", formas distintas de vehicular sentimientos afluentes de un mismo malestar.
En otra zona, unos jóvenes cantan Guantanamera cambiándole la letra y convirtiéndola en Contra la guerra. Una gitana, ajena al devenir belicista del mundo, intenta vender La Farola. Le pregunto si ha vendido más que otros días, pero no me entiende, me toma por un policía de paisano, se aleja y es devorada por la masa, que se sigue expandiéndose con tremenda serenidad. El ambiente es civilizado, mucho más que en el estreno de una película para todos los públicos o en las colas de los parques temáticos, pero con la misma variedad de edades y origen social.
"Los pacifistas son como ovejas que creen que el lobo es vegetariano", dijo en una ocasión Yves Montand. La comparación no sirve para describir a los que estuvieron ayer en la manifestación. Aquí parecían ser conscientes de que el lobo es carnívoro, y resultaba estimulante comprobar el nivel individual de la protesta, como si, de repente, centenares de miles de personas hubieran decidido ejercer su derecho al pataleo, lejos de las grandes palabras y consignas, lejos incluso del tono enérgico con el que Carme Sansa leyó un manifiesto que no todos los presentes habrían suscritos.
Algunos me suenan de otras manifestaciones y momentos históricos. Los he visto pedir intervenciones militares en lugares del mundo azotados por conflictos terribles (Yugoslavia, Kosovo) y firmar manifiestos exigiendo el fin de la neutralidad. A otros les he oído opinar que si durante la Guerra Civil Francia, Rusia e Inglaterra hubieran intervenido, otro gallo nos habría cantado. Esto me induce a pensar que, como casi todas las cosas, la simplificación de "guerra sí" o "guerra no" reduce el horizonte. "Guerra depende", quizá, aunque ayer quedó claro que cuenta con la clara oposición de miles, miles, miles, miles y miles de barceloneses.
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