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Reportaje:

El duende del molino

Antonio Galiano, de 76 años, conserva intacta la aceña morisca del siglo XV donde nació y trabajó

En el siglo XV, el valle malagueño del Guadalhorce era un entramado de acequias y molinos. Los árabes, expertos en las técnicas de aprovechamiento del agua, supieron explotar la abundancia de manantiales y correntías de la zona para convertirla en un vergel de naranjos y limoneros, huertas fecundas, higueras y almendros. Uno de los 21 molinos de Alhaurín El Grande pertenecía a un moro llamado Mundari. En 1485, cuando la plaza fue tomada por los Reyes Católicos, a Mundari le expropiaron su aceña y lo condenaron al destierro. Al marcharse, juró que su molino sobreviviría a los invasores.

Antonio Galiano, de 76 años, es hoy el duende que preserva el tesoro arrebatado a Mundari, aunque ahora los invasores son inmobiliarias y particulares interesados en comprarle la construcción para darle un destino más lucrativo. "Ya van en retroceso, porque saben que no hay nada que hacer", comenta. Galiano tiene como aliados para la defensa a sus tres hijos, todos varones, que, por fortuna para él, saben apreciar el legado de su familia, dueña del molino desde hace 200 años. La nueva generación de los Galiano es la primera de cinco que ya no vive de la molienda. Antonio resistió hasta hace tres años. "Ya no viene agua suficiente, ni estoy yo para esa faena", explica. Pero acude puntualmente a la aceña cada mañana para asearla y mimarla como si fuese una abuelita venerada.

El molino lo agradece prodigándose en apaciguantes rumores de agua, verdes brillantes de musgo y culantrillo y trinos de pájaros. Es un pequeño paraíso en medio de la fronda que Galiano comparte con quien quiera echar un rato allí, y si al marcharse contribuye a la conservación con un donativo, pues que Dios se lo pague. Él no lo exige. "A nosotros no nos pesa mantenerlo, pero la verdad es que no tenemos más ayuda que la de los visitantes", reconoce.

Mientras no tiene visita, anda de acá para allá barriendo, lustrando, remendando y adorando las paredes que lo vieron nacer. La entrada a la sala de molienda del Molino de los Corchos, como se conoce en la zona, está presidida por una foto centenaria del abuelo de Galiano, jovencísimo y ataviado como un pulcro molinero del siglo XIX, de pie junto a su borrico. Debajo, los versos mecanografiados y enmarcados que la imagen inspiró a un poeta local: "el asno ataviado/ sus costales bien repletos/ el molinero humilde/ va repartiendo el género./ Lava el dorado trigo/ el que introduce en la tolva/ y va moliendo el molino/ sin más compañía este hombre/ que el plateado de la luna/ y el rum rum de las piedras/ que son movidas por el aspa".

La foto del abuelo dio lugar hace algunos años a un celebrado tipo de molineros de una comparsa del pueblo, que llegó a concursar en el Teatro Falla de Cádiz y en el Cervantes de Málaga, y homenajeó a Antonio llevándolo a ver todas sus actuaciones. "Hicieron unas coplas preciosas sobre el molino. Cuando las recuerdo hasta se me hace un nudo", se emociona. La memoria ha dulcificado el recuerdo de la vida en la aceña, porque, aparte de la dureza de la faena, los molineros tenían tendencia a enfermar de los pulmones a causa del polvo que respiraban. Antonio asegura que su salud no es buena, pero no ha tenido enfermedades respiratorias, y su aspecto es lozano. Lo que lleva muy a gala es la fama de honestidad de su familia, en un gremio que siempre ha tenido fama de picaruelo. "El molinero siempre llevaba una parte de lo que molía, y nosotros quitábamos menos que los demás, por eso la gente nos quería", presume con su sonrisa de duende beatífico.

Un patrimonio cultural

La atracción por la labor de la aceña apartó pronto a Antonio Galiano de los libros. "Yo aprendí lo básico con un maestro que contrató mi padre, que venía por aquí y me daba de leer la cartilla. Luego fui a la escuela algunos años, pero no muchos, porque preferí trabajar", cuenta.

Pero Galiano es un hombre curioso, y su amor por el oficio que mamó le ha llevado a indagar sobre molinos de otro tipo que existen en otros lugares, como los de marea que poblaban las marismas de Cádiz y Huelva. "A lo largo de los años me he ido haciendo con libros sobre el tema, y también he visto algunos en el programa España en la mochila de José Antonio Labordeta, que me gustaba mucho porque contaba cosas muy interesantes", explica.

Un molino tiene su propio vocabulario. La maquila, por ejemplo, es la cantidad de harina que el molinero se lleva después de moler el grano. La lavija (clavija) es una pieza de hierro que se encaja en el centro de la muela o piedra de molino para permitir que gire sobre un eje. La piedra que queda debajo se llama solera, y la de encima, voladera. Las medidas que se utilizan se ajustan al marco de Castilla, un canon medieval ahora en desuso. Son la ya casi olvidada fanega, la cuartilla (un cuarto de fanega) o el celemín (una doceava parte), que era lo que se cobraba el molinero por cada media fanega de harina molida.

Antonio Galiano conserva primorosamente todas las herramientas de labor. La tolva (embudo metálico en forma de pirámide invertida) para el trigo, de factura árabe y de varios siglos de antigüedad, tiene un curioso brazo articulado de madera rematado con una mano que sujeta una vara con la que se iba moviendo el grano para que no se atascase. Cuando quedaba poco trigo en la tolva, la propia vibración del instrumento hacía repiquetear en el metal la sonaja, una castañuela de hierro que interrumpía el sueño del molinero durante la noche para avisarle de que había que añadir más grano.

Entre 1900 y 1940, los Galiano se dedicaron a la trituración de corcho, que dio nombre a su molino. El serrín de corcho se empleaba para preservar del calor la uva de Almería. La aparición de las neveras acabó con ese negocio.

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