Otra vez 'Moby Dick' y el asunto del mal
Moby Dick (*), la ballena blanca, terrible animalón, es sabido que forma parte del orden, desorden, furias y rarezas del mar. Es obra del Creador, que, como observó perplejo William Blake, fue capaz de inventar a la vez al implacable tigre y al aburrido cordero. (Sin olvidar al hombre, que en el último siglo se consagró ampliamente como el máximo depredador del tigre y de los corderos.)
Moby Dick fue famoso monstruo en el apogeo de las goletas balleneras. Se hablaba de ella en la mitología de los puertos, copa de ron en mano. No se dejaba atrapar, se contaban mil anécdotas y fantasías de su furia. Cuidaba sus espacios de vida o reproducción con furia asesina, de hombre acosado por el fuego.
Hasta que el capitán Achab, capitán del ballenero Pequod, empezó a irse de la realidad y transformó a Moby Dick en símbolo del mal absoluto.
Herman Melville escribió su novela en 1851. Cuando Estados Unidos unía el pietismo obstinado de los fundadores, llegados en el Mayflower, con la incipiente revolución industrial y tecnológica.
Imaginó un barco de pesca ballenera, el Pequod; una tripulación bravía y heterogénea, multirracial. Un grumete, Ismael, será testigo final de la aventura. El personaje central es el capitán Achab. Éste es el centro de las preocupaciones de Melville: encarna a esos pocos hombres que se van olvidando de la realidad para avanzar en laberintos metafísicos. Achab es un capitán mercante, su barco ha sido pagado por los armadores de Nantucket y su objetivo es pescar ballenas comercialmente. Sin embargo, Achab salta las singladuras sensatas que unen las zonas reconocidas de pesca. Sus rumbos se tuercen detrás del mito del mal. La tripulación y los armadores serán víctimas de ese autoritarismo de la "causa sagrada". Achab sólo mora en el Absoluto.
Se olvida de sus mandantes y de su mandato comercial. Melville lo sigue en su carrera obsesiva, que terminará en catástrofe.
Los hombres del Pequod escuchan en la noche, desde sus camastros, el golpeteo en la cubierta de madera de la pata de palo de Achab. En un primer encuentro con Moby Dick se lanzó temerariamente, arpón en mano, en la proa de una falúa sin ver que la cuerda del arpón le cercenaría su pierna. Este primer encuentro le confirmó la naturaleza maligna del Leviatán. Inventó singladuras que no correspondían al objetivo de la pesca, sino a una persecución personal, cada vez más demencial y obstinada, de la ballena blanca. Desde ese ataque de Moby Dick, que Achab nunca pudo entender como una defensa del animal que lucha por su vida y sus espacios, el capitán se obsesionó y se precipitó en una peligrosa teología del mal. Es difícil imaginar que un hombre entregado de tal manera al orgullo pueda distinguir entre justicia y venganza.
Achab cree que, como un profeta bíblico, ha sido destinado a extirpar el mal de la Tierra. Cabalga mares como un Quijote, pero un Quijote endemoniado. Pierde tolerancia y cordura. Ve y trata a sus hombres como peones de su cruzada. Su mirada adquiere el brillo persistente de quienes ya se despiden de la razón. Todo cruzado del bien termina con la energía del mal, lo hemos visto a lo largo de la historia: de las "causas santas" está empedrado el camino al infierno.
No sabe que el mal va triunfando en él. Como dicen los chinos: el que se pone una piel de tigre para emboscar y cazar al tigre, termina tigre, y suele morir con la piel del tigre puesta. Se suspende toda sensatez: Achab se convence de que la ballena blanca es un engendro para probar su fe al servicio del orden del Creador. Achab cree que ayuda a Dios para modificar su borrador, enmendar el error del mal. Cree que negociar con el mal, como los otros capitanes, es pecaminosa renuncia.
En la noche de niebla helada va y viene de proa a popa, con ese golpeteo siniestro de la pata de palo. Imagina en cada fosforescencia de la rompiente la surgencia de la ballena blanca. Siente que de no enfrentar al mal en un decisivo Armaggedon, su propia vida, el Pequod, sus tripulantes y el mundo mismo carecerían de sentido.
El mal lo fagocita disimuladamente en el entusiasmo del bien. No calcula en las pérdidas de los armadores ni en esos hombres que quieren volver a puerto, al cuerpo de sus mujeres, a la ternura de los hijos. Todos se resignan y se silencian ante la locura sagrada de Achab. La obstinación absolutista enmudece, inhibe o hipnotiza a los hombres sensatos.
Achab es llevado por los demonios y se cree en manos de los ángeles. Su convicción es inexorable. Todos saben de la inconveniencia y la locura de su propósito, pero todos quedan como inmovilizados ante su fascinante decisión y extremismo. Ni los capitanes de balleneros amigos, ni su contramaestre, ni la tripulación lo pueden devolver a la sensatez. El Absoluto paraliza.
Por fin, en un amanecer helado entre las cargas de pesadas olas color antracita, avistan desde la cofa la blancura y el morro frontal de Moby Dick.
El Pequod entra en el fervor de la guerra. Gritos, imprecaciones, falúas echadas con su carga de arpones y cuerdas hacia los chorros de espuma y la perfidia de Moby Dick.
Achab, en la proa de un bote, arpón en mano, busca el golpe decisivo, no el del arponero profesional, sino el de San Jorge ante el dragón. Pero los arpones no dan en el centro vital del monstruo. Una a una, Moby Dick da vuelta a las falúas, los hombres se ahogan. Luego, con su morro terrible, embiste y parte al Pequod de un solo golpe. Achab, entre las olas de su fin, ve quebrarse como torres abolidas por un demonio, el palo mayor y el proel que fueran su orgullo, los más altos en el puerto de Nantucket.
La catástrofe será total. Sólo sobrevivirá Ismael flotando dentro de un ataúd de la carga de bodega.
Al ser arrastrado al abismo, como la muerte nos baja a la humildad, tal vez Achab comprendió que sólo había agregado mal al mal y que la ballena blanca ejecutaba lo que él había pensado hacerle. Tal vez comprendió en ese minuto final que su espíritu y la fuerza admirable del monstruo estaban unidos en el insondable designio de un Creador poco inclinado a las normas del humano maniqueísmo.
* Herman Melville escribió su famosa novela en 1851, cuando ya apuntaba el éxito modernista de Estados Unidos, en contradicción con el espíritu cuáquero y obstinadamente salvacionista desembarcado del Mayflower. Como Poe o su admirado Hawthorne, se sentía perplejo ante esos compatriotas con admirable ética de grupo para quienes robar un tenedor podía significar oprobio y descalificación, y que nada tenían que decir de haber construido su enriquecimiento con esclavos (más resistentes al trabajo y a la nostalgia que los indios) y ampliar su territorio con el exterminio de los hombres de la América primordial.
Abel Posse es novelista y diplomático.
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