La carga de EE UU
En el discurso de graduación dirigido a los cadetes de West Point el pasado junio, el presidente Bush declaró: "Estados Unidos no tiene ningún imperio que extender ni utopía que establecer". Cuando habló a los ex combatientes reunidos en la Casa Blanca en noviembre, afirmó: "Estados Unidos no tiene ambiciones territoriales. No buscamos un imperio. Nuestra nación está comprometida con nuestra libertad y la de los demás".
Desde que George Washington alertara a sus compatriotas a no involucrarse en cuestiones externas, el "imperio" ha sido visto desde el extranjero como la permanente tentación de la república americana, y su posible perdición. Sin embargo, ¿qué otra palabra sino "imperio" describe la imponente potencia en que se está convirtiendo Estados Unidos?
Es la única nación que vigila el mundo por medio de cinco mandos militares mundiales; mantiene más de un millón de hombres y mujeres en armas en cuatro continentes; despliega grupos de combate sobre portaviones que vigilan todos los océanos; garantiza la supervivencia de países, desde Israel hasta Corea del Sur; dirige el comercio mundial, y llena los corazones y las mentes de todo un planeta con sus sueños y deseos.
Si los estadounidenses tienen un imperio, lo han adquirido en un estado de profundo rechazo. Pero el 11 de septiembre fue un despertar, el momento de enfrentarse al alcance del poder estadounidense y a los odios vengadores que provoca. Puede que los estadounidenses no hayan pensado en las Torres Gemelas o el Pentágono como los cuarteles generales simbólicos de un imperio mundial, pero desde luego sí los hombres de los cúter, que realizaron los atentados, y los incontables millones que ovacionaron el aterrador ejercicio de propaganda.
El imperio de Estados Unidos no es como los imperios de antaño, levantados en base a colonias, conquistas y la carga del hombre blanco. El imperio del siglo XXI es una nueva invención en los anales de la ciencia política, un imperio light, una hegemonía mundial cuyos marchamos de calidad son los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, vigilados por el poder militar más imponente que el mundo ha conocido nunca.
Es el imperialismo de un pueblo que recuerda que su país obtuvo la independencia alzándose contra un imperio, y al que le gusta pensar considerarse amigo de la libertad en todas partes. Es un imperio que no tiene conciencia de sí mismo como tal, constantemente sorprendido de que sus buenas intenciones provoquen resentimiento en otros países. Pero eso no resta que sea un imperio, ya que tiene la convicción de que sólo él, en palabras de Herman Melville, sostiene "el arca de las libertades del mundo".
A tenor de lo anterior, la Estrategia de Seguridad Nacional del presidente Bush, anunciada en septiembre, compromete a Estados Unidos a dirigir a otras naciones hacia "el único modelo sostenible para el éxito de un país", en referencia a los mercados libres y la democracia liberal. Ésta es una extraña retórica para un político tejano que hizo su campaña electoral oponiéndose a la construcción de naciones en el extranjero y exigiendo un Estados Unidos más humilde en el mundo.
Pero el 11-S lo cambió todo, incluso a un presidente lacónico y antirretórico. Su tono mesiánico puede ser nuevo para él, pero no lo es para su cargo. Ha estado presente en el vocabulario estadounidense al menos desde que Woodrow Wilson fue a Versalles en 1919 y le dijo al mundo que quería hacerlo seguro para la democracia.
Al comienzo del primer volumen de Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, publicado en 1776, Edward Gibbon señaló que los imperios sólo duran en la medida en que sus gobernantes tienen cuidado de no extender excesivamente sus fronteras.
El error característico del poder imperial es confundir el poder mundial con la dominación mundial. Puede que los estadounidenses tengan el primero, pero no la segunda. No pueden reconstruir cada Estado fallido o apaciguar cada odio antiestadounidense, y cuanto más lo intentan más se exponen al exceso de ambición que a la larga socavó los imperios clásicos del pasado.
Puede que el secretario de Defensa tenga razón cuando advierte a los norcoreanos de que Estados Unidos es capaz de luchar en dos frentes, en Corea e Irak simultáneamente, pero los estadounidenses no pueden estar muy alegres ante tal perspectiva, y aunque sea posible mantener dos frentes a la vez no se puede mantener un número mucho mayor.
Si el conflicto en Irak, en Corea del Norte o en ambos se hace realidad, podemos contar con que Al Qaeda buscará la forma de atacar por la espalda a un imperio atareado y extendido en exceso. Lo que esto da a entender es no sólo que un poder abrumador nunca confiere la seguridad que promete, sino que incluso los inmensamente poderosos necesitan amigos y aliados.
Los imperios sobreviven cuando comprenden que la diplomacia, respaldada por la fuerza, siempre es preferible a la fuerza sola. Mirando a un futuro más lejano, digamos que dentro de una generación, una Rusia y una China renacientes exigirán que se les reconozca como potencias mundiales y como poderes hegemónicos regionales.
Estados Unidos necesita compartir la vigilancia de la no proliferación, y otras amenazas, con estas potencias, y si intenta, tal como sugiere la actual Estrategia de Seguridad Nacional, evitar el surgimiento de cualquier competencia al dominio mundial estadounidense, se arriesga a todo lo que predijo Gibbon: extensión excesiva, seguida de derrota.
Estados Unidos también seguirá siendo vulnerable, a pesar de su abrumador poderío militar, ya que su enemigo fundamental, dejando a un lado a Irak y Corea del Norte, no es un Estado, susceptible de disuasión, influencia y coerción, sino una imprecisa célula de fanáticos que han demostrado que no pueden ser disuadidos ni coaccionados y que tienen secuestrada a una ideología mundial, el islam, que les da una cantera ilimitada de reclutas y aliados.
Después de 1991 y la caída de la Unión Soviética, los presidentes estadounidenses pensaron que podrían tener dominio imperial a bajo precio, y gobernar el mundo sin tener que diseñar una nueva arquitectura imperial -nuevas alianzas militares, nuevas instituciones legales, nuevos organismos de desarrollo internacionales- para un mundo postcolonial y postsoviético.
Los griegos enseñaron a los romanos a llamar a este fracaso orgullo desmedido. Fue también, en los años noventa, un fracaso general de la imaginación histórica, una incapacidad del Occidente posterior a la Guerra Fría para captar el hecho de que la incipiente crisis del orden estatal en tantas zonas coincidentes del mundo -desde Egipto hasta Afganistán- a la larga se convertiría en una amenaza para la seguridad nacional.
El islam radical nunca habría tenido éxito en su captación de adeptos si los países islámicos que obtuvieron su independencia de los imperios europeos hubieran podido convertir los sueños de autodeterminación en una realidad de Estados competentes y sometidos a normas. Estados Unidos ha heredado de los imperios del pasado esta crisis de autodeterminación.
Su solución de democratizar Irak y luego, es de esperar, repetir el mismo feliz experimento en todo Oriente Próximo, es tan noble como peligrosa: noble porque, si tiene éxito, dará finalmente a estos pueblos la autodeterminación por la que lucharon en vano contra los imperios del pasado; peligrosa porque, si fracasa, no quedará nadie a quien culpar, salvo a los estadounidenses.
Los dos instrumentos de perdición del imperio en el siglo XX fueron el nacionalismo, el deseo de los pueblos de gobernarse a sí mismos libres de la dominación extranjera, y el narcisismo, el delirio incurable de los gobernantes imperiales de que las "razas menores" sólo aspiraban a ser versiones de ellos mismos. Tanto el nacionalismo como el narcisismo han amenazado la reafirmación del poder mundial de EE UU desde el 11-S.
Las creencias centrales de nuestro tiempo son creaciones de la revuelta anticolonial contra el imperio: la idea de que todos los seres humanos son iguales y la de que cada grupo humano tiene el derecho de gobernarse a sí mismo sin injerencia extranjera. Resulta por lo menos irónico que los estadounidenses que creen en estas ideas hayan acabado apoyando la creación de una nueva forma de tutela colonial temporal para los bosnios, los kosovares y los afganos, y podría ser que también para los iraquíes.
A la era del imperio le debería haber seguido una era de Estados nacionales independientes, iguales y autónomos. Pero no ha sido así. Estados Unidos ha heredado un mundo marcado no sólo por los fracasos de los imperios del pasado, sino también por el de los movimientos nacionalistas a la hora de crear y asegurar Estados libres; y ahora, repentinamente, por el deseo de los islamistas de construir tiranías teocráticas sobre las ruinas de los sueños nacionalistas fallidos.
Aquellos que quieren que Estados Unidos siga siendo una república en vez de convertirse en un imperio piensan acertadamente, pero no han tenido en cuenta lo que la tiranía o el caos pueden hacer a los intereses vitales de EE UU. El argumento a favor del imperio es que se ha convertido, en un lugar como Irak, en la última esperanza tanto para la democracia como para la estabilidad. Incluso así, los imperios sólo sobreviven si comprenden cuáles son sus límites. El 11-S lanzó al mundo islámico al comienzo de una larga y sangrienta lucha para determinar cómo será gobernado y por quién: los autoritarios, los islamistas o quizá los demócratas.
EE UU puede ayudar a reprimir y contener la lucha, pero aunque su propia seguridad depende del resultado, no puede controlarlo en última instancia. Sólo un nacionalista muy iluso podría creer lo contrario.
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