Emoción de mirar
Le petit saint, o La mirada inocente, como ha sido titulada la traducción de Mercedes Abad, fue la novela que Georges Simenon prefirió entre todas las suyas: una novela sobre el arte, o sobre la personalidad de un artista. Eligiendo como héroe a un pintor entre Renoir y Chagall, quizá Simenon sólo pensaba en sí mismo y su trabajo literario, en un momento de tribulaciones matrimoniales y recién mudado a una casa sobre el lago Leman. Escribió la novela en nueve días del octubre de 1964 y, como siempre, utilizó el mismo método que el comisario Jules Maigret aplicaba en sus investigaciones: la verdad no parece nunca cierta, y uno tiene que hacer las cosas más reales que el natural. Ésta es también, con toda exactitud, la idea pictórica del artista de La mirada inocente.
LA MIRADA INOCENTE
Georges Simenon Traducción de Mercedes Abad Tusquets. Barcelona, 2003 250 páginas. 15 euros
En París, en 1897 o 1898, seis hermanos comparten una madriguera en torno a la madre, Gabrielle, vendedora ambulante de verduras. Un niño de cuatro años, Louis, como el santo rey de Francia, toma conciencia por primera vez del olor de su propio cuerpo y de la habitación, oye los ruidos de la madre y sus hombres de paso, capta los movimientos del hermano de 11 años y la hermana de 9 (incesto con una zanahoria), ve dormir a los gemelos pelirrojos y la niña recién nacida. Cuando el mundo empieza para Louis Cuchas (no conoce quién fue Cuchas, no comparte apellido con sus hermanos), no adivinamos qué será de este personaje que despierta en tan mal ambiente. La intriga es ésta: en qué parará esta vida. Lo que busca un lector siempre, según Simenon, es saber hasta dónde puede llegar un hombre en el bien y en el mal.
Ese niño mirón, impasible y sonriente podría convertirse en criminal, absorbido por lo que Simenon llamó la espesa soledad de los criminales, igual que alguno de sus hermanos alcanzará la categoría de gran comerciante en drogas prohibidas, héroe muerto en la guerra o cazador de animales exóticos en Ecuador. Pero el destino viene dado desde el principio: está en el carácter de Louis Cuchas, que Simenon consideraba muy parecido al suyo: alguien que mira el mundo, como Maigret, penetrándolo como el humo de una pipa. Maigret y el pintor son hombres buenos, pacientes, de magnífica pasividad perceptora e instinto para ver lo principal en lo más mínimo. No juzgan. Sólo ofrecen comprensión y silencio ante la locuacidad del mundo.
Descubrimos París a través
de los sentidos del pintor, y su deslumbramiento se hace nuestro. El tiempo pasa sin calendario en la pared, marcado por las frutas que se suceden en el carro de la madre y acontecimientos memorables como el día en que el maestro le confió al niño el cuidado de la estufa (Simenon mereció el mismo honor), el Sena se heló o enterraron a la hermana pequeña. Es un tiempo histórico: cambia la iluminación de las casas, del petróleo a la electricidad, adelanto que, según nuestro Ángel Ganivet, separaría a las familias hasta entonces reunidas alrededor del candil; los caballos son sustituidos por el tranvía, el metro y el automóvil; empiezan y acaban las guerras de 1914 y 1939. El artista intuye al final que les ha robado algo a todos, a todo el mundo, mirando. Se ha nutrido de la sustancia de la realidad, siempre espectador, chiquillo a los quince y a los setenta, inocente y pacífico, y a veces ha aguantado la respiración para no perder ni una pizca de emoción. Y lo emocionante, lo heroico, lo excepcional, según el método de Simenon, resulta ser lo más simple.
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