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Columna
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¡Mierda va!

Antiguamente, cuando las calles de nuestros pueblos y ciudades eran, mitad lugares de paso, mitad cloacas, los transeúntes eran avisados al grito de "¡agua va!" de que el contenido maloliente de un cubo podía caer sobre sus cabezas si no se apartaban diligentemente. Con el tiempo, los modernos sistemas de recogida de aguas y desperdicios diversos permitieron que las calles fueran tomando otro aspecto, algo normal en eso que hemos dado en llamar proceso civilizador, por medio del cual las sociedades han tratado de encontrar soluciones diversas -técnicas, jurídicas, políticas- para el logro de una mejor y más confortable convivencia.

Sin embargo, no siempre las cosas suceden de la misma manera. En la política de este país -tanto en el paisito, como en el grande- la situación ha evolucionado durante los últimos años en sentido inverso. Hubo un tiempo en el que, si exceptuamos a los que nunca han querido convivir sino machacar al resto, la mayor parte de las fuerzas políticas y sociales parecían mostrarse dispuestas a dirimir sus diferencias mediante el debate de ideas y el contraste democrático de los respectivos proyectos. Hoy, por el contrario, ante la falta de ideas y de proyectos de una cierta coherencia, muchos políticos -y algunos medios de comunicación a su servicio- han optado por llamar la atención de la gente recuperando la olvidada práctica del ¡agua va!, y despreciando los difíciles avances logrados en las décadas anteriores en materia de convivencia. El problema es que, a base de echarse unos a otros cubos de agua -quiero decir de mierda-, le han cogido gusto al asunto y ahora ya reparten el maloliente chapapote a discreción, difamando a personas y desestabilizando instituciones, sin importarles demasiado las consecuencias que todo ello pueda acarrear en el futuro.

Nuestra universidad se ha convertido en los últimos tiempos en uno de los blancos preferidos de los profesionales del ¡mierda va!. Hace unas semanas era nada menos que el Departamento de Educación quien insinuaba una actuación presuntamente delictiva del Rectorado por el hecho de haber pagado a los profesores unas retribuciones acordadas años atrás con el propio departamento, ocultando a la opinión pública la responsabilidad de este último por no haber sabido o podido aportar las correspondientes partidas presupuestarias. La semana pasada, la universidad era acusada nada menos que de contratar etarras como profesores. Ahí queda eso. Que el presunto etarra -nadie parece interesado en recordar que aún no ha sido juzgado- sea profesor de la UPV-EHU desde hace más de cinco años no parece ser un dato relevante. Que cuando fue detenido hace unos meses estaba ya preparando la oposición que ahora ha ganado, tampoco. Que, como persona aún no condenada por un tribunal, está en pleno ejercicio de todos sus derechos, mucho menos. Que otros candidatos supuestamente "presionados" no concurrieran porque ya habían logrado semanas antes ganar otra oposición, tampoco interesa. Nada de eso parece importante para quienes, en su estrategia de desestabilizar la UPV-EHU, llegan incluso a insinuar que el rector debe incumplir la ley.

Pero, como en otros casos, el ¡mierda va! no afecta sólo a las instituciones, sino que impacta de lleno en la vida de cualquiera que pase por allí, aunque sea de lejos. Y, así, se insinúa que tal profesor "simpatiza con la izquierda abertzale" porque al parecer pagó una cuota a las Gestoras pro Amnistía en 1985 (¿hasta que año puede llegar el eventual control del Gran Hermano sobre los movimientos de nuestras cuentas bancarias?), o que aquel otro es sospechoso porque se presentó en una lista al Parlamento europeo, encabezada por Txema Montero, en la década del 80. Poco importa que el departamento universitario frívola e irresponsablemente acusado de "acoger etarras" tenga profesores en cinco de las seis candidaturas que han concurrido en las recién celebradas elecciones sindicales. Para algunos, la sentencia ya está dictada: son todos simpatizantes de Batasuna y, siguiendo la doctrina Garzón, presuntos miembros de ETA.

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