Repite Sharon
Pocas elecciones israelíes han adquirido la trascendencia de las que acaba de ganar con autoridad Ariel Sharon. El líder derechista ha sido reelegido por sus conciudadanos, pese a que nunca en tiempos recientes fue tan incierto el horizonte para los israelíes y nunca hubo tanto miedo. La abstención ha sido la mayor en toda la historia de esta democracia de alta participación electoral. Los comicios han visto el anunciado hundimiento de la oposición laborista del poco creíble Amram Mitzna y el despegue imparable como tercera fuerza de un partido centrista y laicista, el Shinui, que se convertirá en árbitro de la compleja aritmética poselectoral.
Para quienes creen que Israel no cambiará su visión de los palestinos ni su política expansionista -las elecciones de ayer se celebraron con los reocupados territorios cerrados a cal y canto-, el triunfo del Likud es la confirmación de sus peores temores. El primer ministro revalidado promete, sin embargo, tiempos nuevos. Vistos los antecedentes, nadie de buena fe puede creer que Sharon esté dispuesto a convivir con un Estado palestino, como ha asegurado a su partido antes de los comicios, siguiendo el eco de su supremo aliado y valedor George W. Bush.
Lo cierto es que este Israel de 2003 está en una situación peor que las alumbradas por sus últimas guerras victoriosas. Después de medio siglo, el conflicto palestino-israelí, que en su momento se dirimiera a través de Estados y ejércitos, se ha convertido, a raíz de la segunda Intifada, en una sanguinaria lucha de comunidades que envilece a sus participantes y convierte a cada uno de ellos en potencial asesino o terrorista. Aniquilada cualquier referencia a algún proyecto previo de paz, es impensable que Sharon y Arafat, descartado éste como interlocutor tanto por Israel como por EE UU, puedan negociar nada fructífero.
Una vez más, y dadas las características del sistema electoral israelí, faltan los votos para formar una mayoría estable. Con sus poco más de treinta diputados y la negativa previa del laborismo a sentarse en el Gabinete, el Likud tendrá que volcarse de nuevo hacia los partidos de extrema derecha, ultranacionalistas y ortodoxos para intentar formar un Gobierno de coalición en un Parlamento atomizado. Tarea más ardua si los centristas del Shinui, que duplican holgadamente su presencia en la Knesset, mantienen su promesa de no integrarse en ningún Gobierno con formaciones religiosas. Las negociaciones llevarán semanas en el mejor de los casos y entrarán así de lleno en el calendario del ataque estadounidense contra Irak, si finalmente se produce.
Irak es el arco de bóveda del nuevo mandato obtenido por Sharon y la respuesta a si hay alguna esperanza para la paz en la región. El conflicto palestino-israelí, sobre todo a partir del 11-S, ha envenenado aceleradamente las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán, donde es percibido como la piedra de toque de las intenciones de Estados Unidos. Si Washington se lanza finalmente contra Bagdad para desembarazarse quirúrgicamente de Sadam, como pretende, tendrá esperando a la vuelta de la esquina el verdadero hueso, uno que desafía desde hace 50 años a los poderes terrenales. Entonces se verá qué papel juega Sharon.
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