Malabarismos globales
En verdad es irónico, pero no sorprendente. La mayor potencia del mundo se enfrenta a una doble crisis. La república de George Washington, defensora de la doctrina de "no enredarse en alianzas", se encuentra, 200 años después, envuelta en conflictos a miles de kilómetros de casa, con Irak en primer lugar y ahora Corea del Norte. Y luego hablan de que no hay que salir a cazar demonios extranjeros. Por supuesto, podría ser peor. Históricamente, para una potencia mundial, el tener sólo dos crisis o enemigos de los que ocuparse al mismo tiempo es en cierta manera un lujo; normalmente han sido tres o cuatro.
Como lectura de Navidad, he estado hojeando el espléndido nuevo libro de Henry Kamen, Spain's Road to Empire: The Making of a World Power 1492-1763. España fue, después de todo, el primer imperio verdaderamente global del mundo. Grecia, Roma, Persia y la China Ming eran tan sólo locales. Desde aproximadamente el año 1500 en adelante, España detentó el poder máximo en Europa, con posesiones en Asia, África y las Américas, así como rutas de comunicación que cruzaban tanto el Pacífico como el Atlántico. No hubo ningún poder real equivalente hasta el auge del Imperio Británico en el siglo XVIII o la hegemonía mundial de EE UU en la actualidad.
Pero la posición dominante de España en los siglos XVI y XVII llevaba aparejada un hecho político: el tener muchos enemigos e innumerables problemas a miles de kilómetros de las ciudades y pueblos de Castilla. Tal era el precio de la supremacía. También desde el punto de vista histórico, la mayoría de las grandes potencias mundiales tienen la curiosa tendencia a suponer que las demás naciones y Estados aceptan su benigno y desinteresado liderazgo; y así pues, la élite imperial llega a la conclusión de que los pocos que no lo hacen son rebeldes, o potencias renegadas, o miembros de algún eje del mal. España no fue una excepción. Los monarcas como Felipe II estaban seguros de estar llevando a cabo la labor de Dios en un mundo necesitado y fracturado, y que la suya era una cruzada contra las potencias al margen de la ley: los rebeldes holandeses, los protestantes ingleses, los siempre peligrosos otomanos. Trescientos años más tarde, la Gran Bretaña victoriana tenía su propia lista de enemigos: los afrikaners en Suráfrica, los mahdi musulmanes fundamentalistas en Sudán, los boxers antiextranjeros en China. No ha habido ningún momento de la historia en que la potencia dominante no haya provocado envidia, miedo o aversión.
La cuestión aquí no es qué pensaron las potencias imperiales del pasado acerca de sus rivales regionales. Ni lo que piensan hoy la Administración de Bush o los poderes establecidos de la política exterior estadounidense acerca de Irak, Irán, Corea del Norte, Yemen, Asia Central o Afganistán. Una superpotencia extendida a escala mundial está abocada a hacer frente a múltiples enemigos, desafíos y tensiones estratégicas, y sobre todo en un mundo de 190 Estados nacionales como éste, anárquico y competitivo. No obstante, muchos estadounidenses no soportan pensar que su nación pueda despertar tales sentimientos, y ofrecen todo tipo de razones por las cuales la dominación de EE UU contribuye al bien común, la prosperidad y la estabilidad internacionales. Sería fácil escribir una columna entera para demostrar que Estados Unidos contribuye efectivamente, quizá menos que en otros tiempos, pero, aun así, de forma notable, al bien de la humanidad. Sin embargo, eso también ignoraría el hecho concluyente de que Estados Unidos tiene muchos enemigos que ven el mundo a través de ópticas muy distintas.
Todo esto, pues, hace parecer bastante tonto el actual debate sobre si es Irak o Corea del Norte el mayor peligro para la paz. El ex secretario de Estado Warren Christopher, junto con otros demócratas, ha afirmado que Irak debería aparcarse por el momento y que la Administración de Bush debería conceder prioridad a la amenaza nuclear de Corea del Norte. En cambio, William Safire, el columnista de tendencia conservadora del New York Times, está pidiendo que EE UU retire una parte considerable de sus tropas de la península coreana y deje que Corea del Sur, China y Rusia se ocupen del imposible régimen de Pyongyang. Quiere que el presidente vaya directo a por Irak. Y Karen Elliott House, la cortés editora del Wall Street Journal, escribe que aunque es demasiado peligroso enfrentarse a Corea del Norte porque ésta es ya una potencia nuclear, debemos ocuparnos de Irak antes de que se convierta también en potencia nuclear.
No quiero entrar en este debate sobre "quién es el peor enemigo", al menos por ahora. Mi opinión, una vez más, es que hacer frente a tales dilemas estratégicos es la herencia natural de las grandes potencias. En la España imperial, aconsejaron al rey que se retirase de la campaña holandesa para ser más fuerte frente a los otomanos. También le aconsejaron que aumentase su fuerza ante los holandeses antes de dedicarse al problema de los otomanos. Observen también el Imperio Británico a mediados y finales de la década de 1930, cuando hizo frente a los desafíos simultáneos de Japón, Italia y Alemania. Algunos políticos británicos estaban a favor de apaciguar a Alemania con el fin de hacer frente a Japón. Otros veían a Alemania como la mayor amenaza y querían sobornar a Italia. En estos días, los historiadores conservadores en EE UU discuten en términos simplistas, como si fuera un debate entre apaciguadores y patriotas. La realidad era mucho más compleja. Prácticamente todo el mundo era un apaciguador o un partidario de la línea dura. ¿Pero cómo podría la potencia hegemónica llevar a cabo una labor de apaciguamiento en cualquier parte sin parecer débil?
Éste es el reto al que se enfrenta la Administración de Bush a medida que descubre que su obstinación en ocuparse de Irak y del odioso Sadam Husein se complica cada vez más por la grotesca agresividad de Corea del Norte. Y el desafío es todavía más complicado precisamente porque, en materia de terrorismo nuclear, Corea del Norte ha hecho todo lo que la Casa Blanca cree -aunque aún no pueda probarlo- que Irak tiene intención de hacer. Existe ahora una doble amenaza militar (¿estamos realmente sacando los portaaviones del Pacífico y mandándolos al Golfo?), así como el bochorno político de que, en opinión del resto del mundo y de muchos estadounidenses, el Estado rebelde al que el Gobierno de EE UU desea castigar en Oriente Próximo parezca algo menos atroz y mucho menos nuclear que el país del que desea ocuparse diplomáticamente en Extremo Oriente.Pero, como dije al principio, eso de ninguna manera puede sorprender. "Gobernar es elegir", como dice el dicho francés. Gobernar de modo global, o tratar de ejercer influencia en todo el mundo y disuadir todas las amenazas -un objetivo expresado claramente en el documento de Estrategia Nacional de Seguridad de la Administración de Bush que salió a la luz en septiembre pasado- es elegir mucho, una y otra vez. Estas crisis tampoco marcarán el final de los malabarismos estratégicos de EE UU. Aunque los asesores del Pentágono consideren que esas dos regiones tienen actualmente la máxima importancia militar, deben preocuparse por otras cuestiones aparte de Bagdad y Pyongyang. ¿Se preguntan acaso cuándo Pakistán se precipitará en el caos? ¿O si el régimen de Mubarak en Egipto será barrido? ¿Qué hacer cuando Arabia Saudí se tambalee por el descontento interno? Seguramente ocurrirán muchas más cosas y, por desgracia, será también en otras regiones. Latinoamérica está, con algunas excepciones, al borde del colapso económico. La mitad de África se enfrenta a la hambruna.
Por supuesto, no es probable que todas estas crisis vayan a estallar al mismo tiempo. Es altamente improbable que lo hagan. Pero sería una locura igual suponer que Estados Unidos no se va a enfrentar a múltiples crisis y campañas exteriores, como hizo España en la década de 1640 y Gran Bretaña en la de 1890. Y por extensión, podría ser poco prudente poner todos los ahorros familiares en la opción de "aplastar a Irak" y tener poco en reserva a excepción de la diplomacia. Por tanto, el presidente y sus asesores deben asegurarse de no concentrar sus esfuerzos en un solo frente.
¿Hay alguna forma de salir de este aprieto, de estos malabarismos estratégicos mundiales? Creo que no. Es una condición natural, el precio de ser el Número Uno. ¿Mejorará la situación, es decir, tendrá EE UU menos necesidad de mantener su esfuerzo? Lo dudo. Estados Unidos es el Titán del mundo, aún no cansado, pero que ya soporta la pesada carga de los problemas más urgentes del planeta. Aquellos que sostienen "Irak, primero" o "Corea del Norte, primero" realmente no saben de qué hablan. Un imperio global tiene muchas fuerzas y recursos. Muy raramente tiene el privilegio de elegir exactamente cuándo y dónde combatir a sus muchos rivales celosos.
Paul Kennedy es catedrático de Historia en la Universidad de Yale y autor o editor de unos 15 libros, entre ellos Auge y caída de las grandes potencias. © 2003, Tribune Media Services International.
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