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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Irak, una guerra indeseable

La guerra contra Irak no sólo es indeseable, sino evitable. Si hasta ahora se había repetido que dependía esencialmente de Sadam Husein, hoy está claro que la última palabra la tiene George W. Bush y su belicosa Administración. Sadam es un dictador sanguinario, en buena medida alimentado en los ochenta por la política de EE UU contra Irán. Su caída para dar paso a un régimen abierto es deseable, pero no a costa de un conflicto que, por muy limpio que se pretenda, producirá inevitablemente miles de muertes, acarreará enormes sufrimientos a millones de inocentes y abrirá un futuro impredecible en la región más caliente del planeta.

Sadam es una amenaza que es preciso desactivar, pero resulta desmedido el precio que ha fijado Bush en forma de primer objetivo de su nueva estrategia de "guerra preventiva". A la espera del informe provisional que los inspectores de Naciones Unidas deben entregar mañana al Consejo de Seguridad, no hay evidencia fehaciente por el momento acerca de los arsenales de armas de destrucción masiva que Sadam ha acumulado y sobre los cuales la Casa Blanca estaría dispuesta a aportar pruebas decisivas "en su momento". Bush, sin embargo, está dedicado a convencer al mundo de que es así por la vía de la aserción, aunque el foso que por momentos le separa de sus aliados a propósito de Irak, y que adquiere dimensiones y características especialmente relevantes en el caso de Europa, le haya llevado este fin de semana a admitir, junto con sus fieles escuderos británicos, la posibilidad de dar más tiempo al trabajo de los expertos de Hans Blix y de la Agencia de la Energía Atómica. El 27 de enero no debe ser una fecha fatídica.

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Tampoco se ha probado hasta ahora ningún vínculo consistente entre el régimen de Bagdad y el terrorismo global de Al Qaeda. Es más, los preparativos de la guerra están distrayendo a EE UU y a algunos de sus aliados de lo que debería ser objetivo prioritario de su esfuerzo: la lucha contra ese fanatismo ciego y tentacular al que sin duda beneficiará un estallido bélico en Oriente Próximo. En este sentido resulta un sarcasmo el escaso interés que la Casa Blanca presta al desbocado conflicto palestino-israelí, que el mundo árabe percibe como raíz de todas las crisis regionales. Y ello pese a que el otro acontecimiento decisivo que afecta al horizonte de la guerra son las elecciones en Israel del próximo martes, y que la alianza de hierro entre el Gobierno de Ariel Sharon, seguro vencedor, y la Administración estadounidense es uno de los motores de la política para derrocar a Sadam.

La amenaza creíble del poderío de EE UU ha resultado decisiva a la hora de plegar a Bagdad a la inspección de sus arsenales. La cercana posibilidad de una conflagración ha impulsado también a varios países árabes a plantear un abandono pactado del poder por parte del tirano iraquí y su corte político-militar. Ese trajín diplomático es positivo no sólo porque otorga todavía cierto margen a la negociación, sino también porque revela la disposición de regímenes inmovilistas a aceptar la inevitabilidad de cambios. El peligro es que la dinámica de la amenaza lleve inexorablemente al uso de la fuerza. Algo que parece irrebatible cuando se observa el formidable despliegue aeronaval y terrestre de EE UU en el Golfo, que a mediados de febrero rondará los 150.000 hombres y media docena de portaaviones con sus grupos de combate. Un peligro que se incrementa si las razones de Bush para golpear, que vienen de antes del 11-S, incluyen secretamente el control del petróleo iraquí y el rediseño del mapa político de Asia Central. El ala más belicista del republicanismo viene dibujando ante la opinión pública el paisaje de la posguerra como el de una región transformada y modernizada por la fuerza de las armas.

Tras el informe de los inspectores, los próximos días resultarán decisivos para calibrar hasta qué punto el discurso de Bush sobre Irak se aleja inexorablemente del de sus aliados. Parece poco probable que tengan alguna fuerza disuasoria los tímidos intentos de Tony Blair para reconducir hacia la concertación lo que se perfila como el supremo acto unilateral de una presidencia imperial, que ya ha exhibido ese talante en otros ámbitos relevantes, desde el Tratado ABM hasta el Protocolo de Kioto o el Tribunal Penal Internacional. ¡Qué lejos esta arrogancia de la prédica de Bush en la campaña electoral de 2000, cuando señalaba que EE UU sería tanto más respetado cuanto mayor humildad exhibiera en el escenario internacional!

La opinión pública estadounidense apoya todavía mayoritariamente el ataque, pero ya son mayoría quienes lo condicionan a una decisión de Naciones Unidas. Sensible a las encuestas, la Casa Blanca comienza a aceptar la posibilidad de una nueva resolución del Consejo de Seguridad antes de lanzarse contra Bagdad. El país que se pretende espejo de la democracia y las libertades debería entender que una aventura en solitario contra Sadam no sólo deslegitimaría de raíz sus pretensiones de legalidad, sino que dinamitaría la escasa credibilidad que le resta a la ONU como instrumento de gobernación global. Irak no es Kosovo, un conflicto que se libró sin resolución del Consejo de Seguridad, y en el horizonte asoma el gran interrogante de si la hiperpotencia no perjudicará su alma democrática en este intento de ejercer como imperio.

Un Gobierno siseñor

Las crecientes sospechas de que en la decisión de Bush influyen poderosamente razones económicas acrecientan el resentimiento. Los desajustes a ambos lados del Atlántico, OTAN incluida, nunca han sido mayores. Al tensar la cuerda, Washington está dañando unas relaciones esenciales para preservar el orden y la paz mundiales. Europa se juega su escaso margen de autonomía en esta crisis, que la divide en los despachos -ahí quedan los buenos propósitos sobre una política común-, pero no en la calle, unánime en contra de la guerra.

En este sentido, el liderazgo o las convicciones exhibidas por algunos Gobiernos europeos faltan en España. Frente a la posición aparentemente firme de Alemania o Francia -esa Europa vieja a la que se ha referido Rumsfeld despectivamente- y los debates parlamentarios en varios países, chirría el silencio del primer ministro Aznar, que no ha tenido a bien explicar personalmente la política de su Gobierno sobre Irak -la comparecencia de la ministra Palacio debe considerarse un simulacro- y contrastarla con la oposición. Los españoles se han enterado por el presidente Bush de que se les incluye, por descontado, entre quienes se alinean con las posiciones de la Casa Blanca. Al menos los británicos lo han sabido por Blair.

España, desde su asiento recién estrenado en el Consejo de Seguridad, va a tener que pronunciarse sobre cuestiones decisivas en las próximas semanas. Y no es de recibo que la voz de la nación resuene en la ONU sin que antes el Gobierno haya agotado en el Parlamento, la casa de todos, el debate con el resto de las fuerzas políticas sobre las opciones abiertas y los argumentos en favor de la finalmente elegida. A los ciudadanos se les deben todas las explicaciones necesarias sobre el alcance de la implicación española, la eventual participación de nuestro Ejército en un conflicto de serias proporciones o el uso de las bases de utilización conjunta.

En estas vísperas de catástrofe, José María Aznar se ha separado abiertamente de las posiciones de otros dirigentes europeos más coherentes, con más peso y más en sintonía con sus conciudadanos. Con ser esto grave, lo es más el grado de tancredismo político alcanzado por el Gobierno ante acontecimientos de semejante gravedad; y, sobre todo, su lamentable confusión entre lealtad y servilismo respecto a Washington.

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