Obuses de vidrio
Parecen similares, y en realidad son opuestas. Enhiestas y carenadas, las torres Swiss Re y Agbar simulan dulcificar con sus redondeces la frialdad mineral de sus pieles de vidrio, dejando que los peatones, el viento o la mirada resbalen en sus costados, y adaptando su cúspide cupulada a la penetración simbólica en fluidos u orificios. Sin embargo, la organización interna de estos tótems de cristal es rigurosamente antitética, y mientras el rascacielos de Norman Foster en la City londinense emplea la estructura regular de la flor, la piña o la mazorca, el de Jean Nouvel en la barcelonesa plaza de las Glorias adopta la disposición desplazada del tronco de un vertebrado: si la torre de la aseguradora Swiss Re evoca la implacable geometría de las arquitecturas vegetales, la de la Compañía de Aguas de Barcelona protege con un exoesqueleto azarosamente perforado la sección desigual que es característica de las anatomías animales. La obra de Foster es una burbuja geodésica de vidrio y acero, estirada hasta darle la forma de un dirigible vertical; la de Nouvel es un búnker cilíndrico de hormigón, forrado de aluminio y cristal, y extendido por extrusión hasta su cumbre parabólica. Y si el cigarro puro de Londres divide su interior en plantas de seis pétalos y patios triangulares en fachada que se enroscan en remolino en torno a un tallo o núcleo central, el misil de Barcelona sitúa su columna vertebral de comunicación en una posición excéntrica que desplaza las zonas de trabajo al lugar de los órganos en el tórax o la clara en el huevo cuya sección imita.
En Swiss Re, cada decisión
de proyecto -de la triangulación de la fachada a la circulación del aire en los patios diagonales- parece provenir de una impecable lógica estructural y funcional, y el resultado es un objeto de rara perfección, posado en el entorno congestionado y mediocre del barrio financiero de Londres como una nave espacial capaz de transportarnos hasta ese planeta de leche y miel que la modernidad ha prometido tantas veces sin éxito. En la torre Agbar, por el contrario, todos los elementos del diseño -de la localización aleatoria de los huecos en la cáscara de hormigón a la cambiante coloración de los paneles de aluminio del revestimiento- se dirían producto exclusivo de la intuición, la sensibilidad o incluso el capricho del arquitecto, y si el actual fuste en construcción impresiona por un inesperado hermetismo que apenas alivian las perforaciones musicales, cuando el edificio tenga puesto el capuchón de vidrio se elevará en el contexto desencuadernado de la plaza de las Glorias como la presencia inmaterial, fantasmal y evanescente pronosticada por su autor. Esas diferentes concepciones arquitectónicas tiñen también la imagen de las empresas ocupantes: más igualitaria la sede londinense, con sus terrazas bioclimáticas compartidas y su invernadero botánico como remate; y más jerarquizada la barcelonesa, con su cúpula transparente para la alta dirección sobre el bastión con troneras de los empleados rasos.
Aunque los dos rascacielos tienen dimensiones similares, y se levantan ambos en ciudades con poca tradición y simpatía por la construcción en altura, su impacto urbano está llamado a ser muy diferente. Swiss Re tiene 40 plantas y 180 metros de altura, pero está flanqueado por otras dos torres anónimas y ocupa el emplazamiento de un rascacielos anterior (Baltic Exchange, demolido tras ser gravemente dañado por un atentado del IRA en 1992), de manera que sólo su peculiar forma será objeto de discusión, y en este terreno tanto el contraste con sus tristes vecinos como la generosidad de sus cesiones al ámbito peatonal determinadas por la planta circular le garantizan una acogida favorable. Agbar, con 32 plantas y 142 metros de altura, se yergue en contraste en tan espléndido aislamiento que apenas si cabe el diálogo lejano con las torres de la Sagrada Familia, y está destinado a convertirse en un hito de singular visibilidad e inevitable relevancia simbólica, lo que augura la calurosa polémica que Josep Acebillo ha intentado encauzar comparando el edificio con una chepa de camello, que lejos de ser "un bulto innecesario y feo", hace al animal más veloz y resistente (el director de urbanismo de Barcelona quizá ignora el chiste de que un camello es un caballo diseñado por un comité... o por un arquitecto).
Ambos proyectos tienen antecedentes en el trabajo previo de sus autores, pero de nuevo aquí el desarrollo es divergente, porque mientras la obra londinense se propone en el fondo como un prototipo repetible en línea con la voluntad normalizadora y universalista de la modernidad, la barcelonesa se esfuerza en presentarse como un edificio específico producto del lugar y la ocasión, en sintonía con la individualidad emblemática de los objetos y los lenguajes posmodernos. En el caso de Foster, el esferoide elongado que los medios han bautizado con el apodo de gherkin o pepinillo proviene de su colaboración con Buckminster Fuller en 1971 para diseñar un entorno integrado de trabajo -con distintas plataformas en un ambiente único cubierto por una cúpula geodésica- al que dieron el nombre de Climatroffice, una propuesta futurista que los recursos técnicos e informáticos han permitido hacer realidad treinta años después. En lo que toca a Nouvel, el menhir ovoide y flou que se desvanecerá con ayuda de una dermis cromática de paneles rojizos o azulados y una epidermis gráfica de vidrios serigrafiados o translúcidos tiene su origen en la Tour sans fin con la que ganó en 1989 (con Foster por cierto en el jurado) el concurso para edificar un rascacielos junto al Grand Arche de La Défense parisiense, una torre de esbeltez insensata (1:10) y altura colosal (400 metros) cuyo extremo debía perderse desdibujándose en el cielo, y que no llegó a construirse; sin embargo, el proyecto de Barcelona pone especial énfasis en que la ejecución en hormigón de su cuerpo cavernoso responde con inercia térmica y huecos reducidos al clima y la luminosidad mediterráneos, su forma redondeada obedece a la empatía con las flechas de Gaudí y las rocas erosionadas por el viento de Montserrat, y aun su aspecto líquido de géiser congelado remite presumiblemente a la Compañía de Aguas que va a ocuparlo y quién sabe si incluso a las fuentes de Buigas en Montjuïc.
Sea como fuere, la ejecu-
ción de estos dos obuses de vidrio constituye un formidable logro técnico y un singular espectáculo urbano. En Londres, la extraordinaria precisión del ensamblaje con pernos de los tubos de acero que cada dos plantas y 20° de apertura van triangulando la fachada portante es sólo comparable a la exactitud minuciosa de la carpintería de cerramiento, modulada con intervalos de 5° radiales, y únicamente las normas de incendios, que obligan a proteger la estructura con aislamiento y una posterior carcasa de aluminio, restan algo de elegancia y ligereza a esta obra admirable. Y en Barcelona, las exigentes tolerancias del acuerdo entre la gruesa pantalla pautada de hormigón y el posterior revestimiento de aluminio y vidrio ponen a prueba la rigurosa profesionalidad del equipo coautor de la obra, b720, un grupo español encabezado por el arquitecto Fermín Vázquez que está también colaborando con Nouvel en el Reina Sofía madrileño, y con el británico David Chipperfield en otros proyectos en Cataluña, Galicia y Aragón. El 11 de septiembre, que tantas sombras arrojó sobre el futuro de los rascacielos, no parece haber afectado a estas obras europeas, como no parece intimidar a los arquitectos -entre los cuales Foster- que han presentado propuestas desafiantes para la Zona Cero neoyorquina, o a los que siguen proyectando en la costa pacífica de Asia torres tan insólitas como la diseñada en forma de bucle por Rem Koolhaas para la televisión de Shanghai. Pero la sombra de los atentados de Nueva York se extiende hoy sobre otras latitudes, y emplaza otros obuses en la vigilia de los cristales rotos.
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