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Una amenaza antidemocrática

Durante toda la anterior legislatura aznarista, e incluso buena parte de la actual, pudo parecer que cuantos -desde la política o desde la opinión- denunciaban el talante neounitarista y la voluntad recentralizadora de los gobiernos del Partido Popular estaban incurriendo en la demagogia, o recreándose en el consabido victimismo nacionalista, o cayendo en el más obsoleto y prejuicioso maniqueísmo. Todavía en el último congreso del PP de Cataluña, el pasado octubre, su flamante líder Josep Piqué desafió a quienes protestan por la involución autonómica en curso a que la demostrasen con datos.

Pues bien, después del alarde retórico y gestual del pasado fin de semana -que fue como verter en prosa programática la megabandera de la plaza de Colón-, espero que los últimos escépticos de buena fe se hayan rendido a la evidencia: el PP ha puesto en marcha la deconstrucción, el vaciado de los contenidos políticos del sistema autonómico hasta ahora vigente, para dejarlo en una cáscara vacía, en una descentralización administrativa con prosopopeya. Porque el Estado de las autonomías no es sólo ni principalmente el título VIII de la Constitución, ni las leyes que lo desarrollan, ni los 19 estatutos subsiguientes. En esta materia, el cambio histórico de 1978 fue sobre todo un cambio cultural -la trabajosa inclusión en la Carta Magna del término nacionalidades, por ejemplo...-, fue el esbozo de un nuevo equilibrio en la simbología colectiva, el fin de la verticalidad del poder (de las decisiones tomadas siempre de arriba abajo, desde el centro sobre la periferia), la aceptación positiva de la pluralidad lingüística, cultural e identitaria; en suma, se trataba de empezar a construir un concepto nuevo de España. Y es precisamente esto lo que el Partido Popular está arrasando, dentro de su política global de empobrecimiento democrático y apropiándose a posteriori de una Constitución que muchos aliancistas de entonces ni siquiera votaron; ¿habrá que recordar que Manuel Fraga -en el Congreso, el 23 de julio de 1978- consideró el artículo 2 con sus nacionalidades y el título VIII con sus autonomías "inaceptables en conciencia"?

Bajo el patronazgo moral de ese mismo Manuel Fraga cuya conciencia se alivia ahora con invocaciones al apóstol Santiago y a la Virgen del Pilar, la reciente convención del PP mostró de manera diáfana la aguda regresión ideológica y política que la derecha impulsa de esos mismos valores constitucionales que dice defender. Descontada la ya usual utilización del tema vasco a modo de afrodisíaco del nacionalismo español, pudimos oír como Jaime Mayor Oreja denostaba a quienes aún reivindican "la cultura política de la transición" -justamente la que engendró la Constitución como un texto abierto, consensual y flexible- y como, tras identificar a su partido con la defensa de la unidad de España, incluía a ETA, el Partido Nacionalista Vasco (PNV), Convergència i Unió (CiU), el Bloque Nacionalista Galego (BNG) y el PSOE en un "proyecto anti-PP"; o sea, anti-España...

Al día siguiente fue el propio José María Aznar en persona quien ensalzó a los suyos como los únicos garantes de la cohesión de España, y echó otra paletada de tierra sobre el pacto autonómico de hace 25 años al afirmar: "[Los populares] no nos atrincheramos en el localismo, sino que defendemos una sociedad de personas libres e iguales ante la ley, donde no tienen cabida guetos culturales ni identitarios". Si, a juicio del presidente del Gobierno, las lenguas y culturas distintas de la castellana son reductos localistas, cochambrosos muros de gueto; si -según insinuó el martes- los millones de ciudadanos que se reclaman de una identidad nacional gallega, vasca o catalana configuran atávicas tribus, reñidas con el concepto de sociedad civil; y si el presidente del máximo órgano arbitral de nuestro ordenamiento político, Manuel Jiménez de Parga, se permite menospreciar la dignidad histórica de tres comunidades autónomas con ocurrencias dignas de un columnista de La Razón, ¿qué más se necesita para activar las alarmas democráticas, para que la opinión informada y reflexiva tome conciencia del desastroso camino emprendido?

Pero lo más preocupante de la situación no son las pomposas necedades de un nacionalismo que, aunque se vista de seda, rancio se queda, sino el riesgo de que el PSOE se deje arrastrar por el remolino mediático que el PP sabe agitar como nadie, y toda la controversia preelectoral de los próximos meses quede reducida a averiguar cuál de los dos partidos es más y mejor patriota español; algo de eso planeaba ya sobre el titular de portada de EL PAÍS, el pasado domingo: PP y PSOE abren la campaña con un debate sobre la unidad de España. Conviene recordar que, de plantearse este duelo, la derecha lo jugaría en cancha propia, con arbitraje casero y el reglamento a favor; para los socialistas, en cambio, el margen de maniobra sería muy estrecho, y figuras como Maragall o Antich se convertirían fácilmente en munición para el adversario. Así, lo inteligente es rechazar el tramposo reto del PP, dejarle en monopolio su españolismo cerrado y excluyente e intentar la puesta en pie, sobre los cimientos de 1978, de un patriotismo del respeto y la lealtad plurinacionales.

En cuanto a la gravedad de la involución autonómica en curso, quienes me juzguen alarmista no tienen más que atender a lo que dijo el otro día en la radio Josep Piqué, cuando advirtió que una eventual reforma del Estatut podría redundar en su recorte, porque "es obvio que puede haber sectores que piensen que se ha ido demasiado lejos en la descentralización y la construcción del Estado de las autonomías...". A confesión de parte, relevación de prueba; pero basta, porque el caso Piqué bien se merece un artículo entero.

Joan Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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