Diagnósticos y remedios equivocados
Un análisis popular de nuestro diferencial de inflación, que quizá cuente hoy con menos apoyo que hace uno o dos años, contempla dicho diferencial como una consecuencia ineludible e inocua de la convergencia hacia la renta per cápita de la zona euro. Nuestro mayor crecimiento económico y el diferencial de inflación, sin embargo, podrían estar originados total o parcialmente por un exceso de demanda más abultado que el de los otros países de la eurozona, en cuyo caso antes o después se pondría en marcha un proceso de ajuste que se comería la parte de la convergencia atribuible al exceso de demanda.
El diferencial de inflación sería inofensivo si estuviera provocado por un ritmo de crecimiento de la productividad total de los factores en nuestro sector de bienes comerciables mayor que la media correspondiente al resto de países de la eurozona, lo que permitiría soportar mayores crecimientos de los salarios y otros costes de producción sin que se dañara nuestra competitividad exterior. La evidencia disponible al respecto muestra contundentemente que, aun admitiendo la posibilidad de hipotéticas revisiones al alza de nuestras cifras de productividad actuales, no se cumple esta condición necesaria para despreocuparnos de nuestro diferencial de inflación. No podía ser de otra manera teniendo en cuenta que la vigorosa expansión de nuestra economía durante estos años no ha sido impulsada por una aceleración del ritmo de avance de la productividad de los factores productivos, sino por un aumento notable de la cantidad de dichos factores empleados en la producción. Un crecimiento de estas características podría perfectamente ser mayor que el de otros países que no partieran de un exceso de oferta de trabajo y de tipos de interés reales tan elevados como los nuestros sin llevar aparejado un diferencial de inflación apreciable y persistente.
El diferencial de inflación y el endeudamiento familiar, los dos desequilibrios básicos de la economía española, tienen un origen común en el exceso de demanda
Se ha de concluir que la demanda agregada se ha expandido en España más intensamente que en el resto de la zona euro propulsando un crecimiento algo más rápido y sobre todo una inflación más alta de los que hubiéramos tenido en cualquier caso. La evidencia en contra del carácter benigno de nuestro diferencial de inflación se refuerza si recordamos que a veces puede ser un indicador deficiente de los excesos de demanda relativos. Esto sucedería si, como viene ocurriendo hasta la fecha, la deuda de las familias españolas creciera más velozmente que la media correspondiente de la eurozona y dicha deuda se dedicara en mayor proporción que en los otros países a la adquisición de activos cuyas variaciones de precios no se reflejan en el IPC (verbigracia, la vivienda).
Otro enfoque analítico defectuoso de nuestro diferencial de inflación es el que propugna liberalizar más intensamente nuestros mercados de bienes y sobre todo de servicios para cerrar dicho diferencial. El grado de imperfección de los mercados de bienes y servicios puede incidir, al alza o a la baja, sobre el nivel de precios, de dichos mercados,pero no sobre el ritmo de inflación tendencial de la economía. El aumento de la competencia en determinados mercados puede provocar en ocasiones una bajada del nivel de precios de los bienes o servicios correspondientes, aunque rara vez dichos efectos serán significativos de forma inmediata. Aunque así fuera, cualquier impacto sobre la inflación sería momentáneo a menos que se endureciera la combinación de políticas monetaria y fiscal para impedir que el poder adquisitivo liberado por aquella bajada de precios se destinara a comprar mayores cantidades de esos u otros bienes de consumo. En ocasiones, además, la liberalización puede subir inicialmente el nivel de precios del mercado. Esto suele ocurrir cuando se trata de mercados sujetos a fuertes regulaciones y controlados en el pasado por empresas públicas o dependientes de una u otra manera de la tutela gubernamental como es el caso de la electricidad, la telefonía local, el agua o la bombona de butano.
Es curioso que se predique la intensificación de la competencia de estos mercados como la mejor medicina antiinflacionista cuando la mayoría de estos precios apenas han subido y de hecho algunos han bajado intensamente desde 1996. En cualquier caso, estamos hablando de niveles de precios y no de inflación, y de la misma manera que las fuertes bajadas de precios regulados en 1997 y 1998 ocasionaron descensos efímeros y rápidamente reversibles de la inflación, cualquier impacto de una mayor liberalización sobre la inflación tendencial de nuestra economía sería pasajero. La evidencia muestra claramente que los diferenciales de la inflación de servicios entre países dependen de los excesos de demanda relativos y no de la mayor o menor liberalización de dichos mercados. Así, la inflación anual de servicios en la eurozona ha sido en los últimos años sistemáticamente inferior a la de España, a pesar de que los mayores países de la eurozona han liberalizado sus mercados mucho menos que nosotros, e inferior también a la de Estados Unidos a pesar de que dicho país ha liberalizado sus mercados mucho más que los países europeos (véase cuadro 1).
Otra visión equivocada es la de quienes consideran que la causa de nuestras mayores tensiones inflacionistas reside en el lento avance de la productividad. Cuando se proponen medidas de fomento de la productividad para luchar contra la inflación se están confundiendo los problemas del ciclo a corto plazo con los del crecimiento a largo plazo. Cualquiera de las medidas que se adopten para aumentar el ritmo de avance de la productividad, suponiendo que sean acertadas, desplegarán sus efectos a largo plazo y conseguirán mucho si logran aumentar en algunas décimas el crecimiento tendencial del volumen de producción. A corto plazo, la inflación seguirá siendo la misma siempre y cuando las fuerzas que propulsan la demanda agregada en términos nominales no se alteren, lo que entre otras cosas implica que si las políticas de productividad propuestas entrañan un aumento de algunas partidas de gasto público (educación, inversión pública, subvenciones a I+D, etcétera) deben ir acompañadas de recortes similares de otras partidas.
Cuando llegue ese largo plazo en el que las políticas de fomento de la productividad rindan sus frutos, la inflación será mayor o menor que la de hoy dependiendo de cuál sea la diferencia en ese momento entre el crecimiento del gasto agregado y el incrementado en unas décimas crecimiento potencial.
Un elemento común a los analistas que defienden cualquiera de los postulados anteriores es el ambiguo papel que asignan a la política fiscal. Si la inflación no es un problema o si está determinada fundamentalmente por las imperfecciones de nuestros mercados de servicios o por el lento avance de la productividad, entonces, ¿qué más da tener equilibrios presupuestarios o déficit de mayor o menor envergadura? Por el contrario, si se admite que cuanto más restrictiva sea la política fiscal menor será la inflación, aunque también pueda ser algo menor el crecimiento económico a corto plazo, entonces entraríamos en el terreno de otros economistas entre los que se cuenta el autor de estas líneas. A mi juicio, el diferencial de inflación y el crecimiento del endeudamiento de las familias, los dos desequilibrios fundamentales de la economía española, tienen un origen común en el exceso de demanda ocasionado por una política monetaria expansiva y una política fiscal insuficientemente restrictiva. Es cierto que la política fiscal española desde 1996 ha sido, desde cualquier punto de vista, incomparablemente mejor que la instrumentada en cualquier otro periodo de nuestra historia reciente y mejor que la de la mayoría de los otros países de la eurozona. Es igualmente cierto que, teniendo en cuenta la mecánica macroeconómica de un régimen tan exigente como el del euro, es necesario acentuar el rigor presupuestario si se quiere impedir que la persistencia de los desequilibrios mencionados termine interrumpiendo el proceso de convergencia real.
José Luis Feito es economista.
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