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Columna
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Carne fresca

La ofensiva de ley y orden que el PP está presentando con imponente música de grilletes, ha coincidido con un ambicioso plan de creación de vivienda del alcalde de Barcelona, Joan Clos, de la que este diario se hizo amplio eco la semana pasada. Son propuestas incomparables y, sin embargo, arrancan de un mismo origen social, de unas demandas intensamente sentidas en nuestras calles. La inquietud por la seguridad es consecuencia del fabuloso cambio del paisaje humano, que en 10 años nos ha convertido en una sociedad multiétnica. Y el malestar de la vivienda es fruto de las enormes dificultades que tienen nuestros jóvenes para encontrar piso a causa de la insignificante oferta de viviendas de alquiler, del impresionante salto de los precios y de la transformación de la vivienda en refugio seguro para los inversores que huyen del pánico sufrido en las montañas rusas de la Bolsa. El líder vecinal Manel Andreu, entrevistado por este diario, describió con expresiva claridad la situación inmobiliaria: "La vivienda ha pasado de ser considerada un derecho a convertirse en un bien comercial con el que especular". La respuesta del Ayuntamiento de Barcelona, siendo aparentemente técnica, es contundente y sonora. Puede ser la respuesta política a un problema social que lleva demasiado tiempo en las manos exclusivas del mercado. Veremos si consigue el consenso institucional y fiscal imprescindible para que los alquileres y las reformas de los pisos antiguos puedan competir en igualdad de condiciones con la construcción y compra de viviendas nuevas. La energía política con que esta batalla sea librada dará la medida de la seriedad de la propuesta de Clos. Veremos si se pierde en el limbo de tantas causas perdidas o si se convierte en una decidida batalla por la razón social. Sería, por fin, la demostración de que la izquierda moderada no ha sido completamente engullida por el huracán neoliberal.

Durante la transición, el énfasis político eran los derechos. Con las forzosas rebajas del pragmatismo, llegó la hora de la razón económica

En realidad, el diagnóstico del citado Andreu, formulado con rotundidad propia de lo que el presidente del Gobierno, José María Aznar, llama un "progre trasnochado", podría servir también como descripción del cambio ideológico de estos últimos 20 años. En efecto, durante la transición, el énfasis político se centraba en los derechos. Con las forzosas rebajas del pragmatismo, llegó la hora de la razón económica. Empezó siendo una preocupación técnica, pero con la caída del muro de Berlín se convirtió en ideología. La iniciativa privada ganaba la guerra fría. El mito de la igualdad se iba al garete, y el mito de la libertad se complementaba con un nombre y un adjetivo: libertad de iniciativa económica. Las tradicionalmente modestas reformas socialdemócratas empezaron a provocar la risa de los ministros socialdemócratas. Déficit cero, liberalización, flexibilidad laboral, estado anoréxico: he ahí la nueva ortodoxia. Indiscutible, sin contrapesos. Todo el mundo político abrazó el ideario neoliberal, que ha acabado convirtiéndose en verdad única con la revolución cibernética, el fenomenal desarrollo de las comunicaciones, la globalización económica, la entronización de la Bolsa y la aparición del capitalismo popular mediante el cual importantes segmentos de las clases medias y de la aristocracia obrera han accedido al olimpo de las inversiones y los beneficios (que, de un tiempo a esta parte, se refugian en el mercado inmobiliario).

Perdonen. No quiero dármelas de experto en economía, ciencia o técnica de la que no tengo ni remota idea. Intento describir el mecanismo retórico a través del cual la razón económica ha secuestrado la razón política. De repente nos hemos despertado en un mundo en el que la lógica del dinero avanza completamente autónoma, sin frenos, sin cortapisas, destrozando, como saben en Galicia, todo lo que encuentra a su paso. Explica este diario, por ejemplo, que los eurócratas son más rigurosos en su imposición de la ortodoxia que sus colegas norteamericanos. Y nadie, absolutamente nadie, parece preguntarse cuáles son los argumentos democráticos que permiten a dichos eurócratas condicionar la política social de los Estados de la unión. Los costes del catecismo neoliberal son visibles. El precio de la vivienda está por las nubes, el trabajo se está volviendo precario a ojos vista. Los jóvenes se han acostumbrado a vivir a salto de mata. Los cuarentones empiezan a sentir el frío en el cogote.

El matrimonio Aznar es un exponente modélico de esta extraña mezcla de liberalismo y populismo que ha alimentado desde siempre a los conservadores norteamericanos. Ana Botella renueva con el espíritu enérgico de las metodistas el melindroso ánimo de las señoras hispánicas que tomaban chocolate en el salón con el barrigudo consiliario de las conferencias de san Vicente de Paúl. Por su parte, Aznar no necesita a un neofascista como Fini para complementar su perfil, como le sucede a su compinche Berlusconi. No lo necesita porque él es Fini. Lo era cuando escribía sus artículos en el Logroño de la transición y lo es cosquilleando el lado oscuro de las clases medias, jugando a confundir inmigración y delincuencia, avanzando, piano, piano, hacia la pena capital, estimulando la desconfianza, el miedo y la histeria de la población, a la que bombardea cada día con sus severas proclamas de ley y orden. Agitando el fantasma de la delincuencia, masajeando las vísceras patrióticas y simplificando las causas de la inseguridad, Aznar consigue apuntalar un proyecto económico que produce una enorme inseguridad laboral y ecológica, que favorece la aparición de la delincuencia y contribuye a descontrolar las corrientes migratorias. Con sutil parodia, Josep Ramoneda ha descrito el último sprint de Aznar como "el viaje al centro penitenciario". Esperar que un desgraciado accidente ecológico nos libre de tan siniestro viaje parece cuando menos ingenuo: cuando el populismo muerde carne fresca, no acostumbra a ceder la presa. Habrá que hacerle frente con gran energía política. No con prudente seguidismo, sino, como el proyecto barcelonés de vivienda, dando enérgicas respuestas políticas al malestar social.

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