Intrusos
No sólo era Hitchcock quien temía a los perros y a los niños. También los actores, aunque en otro sentido. Si bien a sir Alfred le aterrorizaba sacar de aquellos seres indómitos todo aquello que él quería, a los actores les espanta que la mirada de un niño sea capaz de arrebatar la atención del espectador, con cierta injusticia, desde luego, porque el niño consigue transmitir emociones casi sin quererlo, y el actor, a través de un complicado mecanismo de interiorización que no comprendemos los profanos. A veces oigo hablar a los actores de "profesionalidad". También se lo oigo a escritores. Algunos llevan el título en la tarjeta de visita: Fulano, actor; Mengano, escritor. Lo he visto. A los jóvenes periodistas les resulta más fácil colgarse un título porque en ocasiones son tan ilusos que, según terminan la facultad, aseguran ser periodistas. Hay además mucha gente esforzada en crear ilusos. Muchos profesores de estos "saberes" no les confiesan que no todo se puede enseñar, que hay que contar con los dones naturales. Porque puede llegar un director de cine que, harto de las caras de los actores populares, salga a los barrios a buscar rostros que le den a su película el aire de la verdad. Los actores hablan y hablan sobre la composición de su personaje. Leyendo el libro de la entrevista que Cameron Crowe le hizo a Billy Wilder, uno no imagina a todos aquellos actores geniales dando tanta importancia a su trabajo. En aquellos años, además, brillaba el cine italiano, que, aunque gozaba de grandes artistas, amaba las caras vulgares como las que encontraba Fellini, que se iba a Sicilia en busca de gente insólita. Víctor Erice dice que a él le gusta que sus películas tengan algo de documental, ese algo que les da verdad. La verdad de Sweet Sixteen, la última película de Ken Loach, está en la interpretación de un chaval de Glasgow que jamás se había planteado ser actor y que da vida a un adolescente desesperado por hacerse un lugar en el mundo. Es injusto decirlo, pero ningún actor podía haberle otorgado a ese personaje tanta emoción. Pero es que nuestros trabajos son injustos: teorizamos, nos colgamos títulos y, de pronto, tenemos que admitir que lo que nosotros hacemos puede hacerlo cualquiera.
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