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Columna
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Catedral

¿En qué momento se había jodido el Perú? No era una pregunta retórica la que se hacía Vargas Llosa en sus Conversaciones. Podía sugerírseles como tema a los organizadores de los Coloquios en torno a la Catedral gótica de Santa María de Vitoria. Tampoco sería un tema retórico en el País Vasco de hoy.

Pero dejemos por un momento al paisito con su tragedia y hablemos de catedrales. No así, en abstracto, sino de algo singular y próximo. Conversemos sobre la Catedral Vieja de Vitoria y su plan director de recuperación. (Catedral ya con algún renombre, desde que Ken Follett anunciara que ambientaría su próxima novela en ese escenario.) Y, hablando, hablando, nos vamos desprendiendo de las capas superficiales para irnos adentrando en el corazón del asunto: adentrarse en las entrañas de una catedral y sentir el pálpito del pasado.

La aproximación hasta ella es un horror. Vallas de metal, algún letrero realizado con gusto un tanto industrial, entorno deteriorado y una torre barroca horrorosa. No es Santa María una catedral para ser admirada desde el exterior, como pueda serlo Nôtre Dame. Uno siente un cierto malestar, tanto mayor cuanto más excitable sea uno o más irascible. Hasta que se acerca al socavón abierto en sus bajos amurallados y siente ese aliento del pasado del que hablaba; un cierto orgullo -algo estúpido a decir verdad, vistas otras cosas que por ahí ocurren- de pertenecer a esta especie tan corajuda. El tiempo y cierta belleza arquitectónico-arqueológica te acoge y sonríe.

La historia de la catedral es más o menos conocida. Fueron construidas a mayor gloria de reyes y obispos. Se erigieron altas y solemnes, y fueron plazas públicas cubiertas (sin bancos, claro), con sus tertulias, sus perros orinando en los pilares y columnas, y niños escondiéndose tras ellas. Y donde, eso sí, el sacerdote gobernaba y recibía las confidencias de la anciana o del patriciado de la ciudad. La de Santa María iba para iglesia-fortaleza tras ser fundada Vitoria como ciudad fronteriza. Comenzó el proyecto a principios del XIII con un farallón de unos cinco metros de espesor. Posteriormente, Alfonso X le dio el aspecto gótico que hoy tiene. En el XV-XVI, ascendida a Colegiata, comienza su ennoblecimiento y su ruina estructural al construirle una techumbre de piedra para la que no estaba preparada. A partir de ahí, arreglos y remiendos, hasta el actual plan integral.

La nave central es de una gran belleza, esa luminosidad blanca de perspectivas elevadas que caracteriza al gótico, al igual que el triforio que la recorre en toda su extensión. Pero lo que le da ese aire misterioso o sublime, lo que emociona al visitante, es el contacto con las entrañas mismas de una construcción iniciada hace ochocientos años y la visión del transcurrir del tiempo de ese organismo vivo, como lo es una ciudad. Observar la necrópolis, cuando las familias enterraban a sus muertos en el interior de las iglesias, o comprobar el rastro de edificaciones anteriores, de los siglo VIII y IX. Ver su dominio sobre una llanada que entonces se intuía fértil y recorrer la muralla que sustenta el templo.

La actual disección catedralicia tiene una fecha límite: 2004. Para entonces, cerrarán el organismo, le recubrirán de nuevo con su piel. Y, aunque prometen resquicios acristalados para el curioso, ya no será lo mismo. Ya no habrá modo de sumergirse en esa maraña de vida que toda catedral ha debido ser a lo largo de los años. Habrá recuperado su equilibrio perdido según un plan modélico, su entorno se habrá recuperado y adquirido el tono medieval que en su día debió tener. Seguramente, será aún más bello que ahora. Pero, creo, le faltará ese pálpito vital que ahora trasunta.

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