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Columna
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Confusión generalizada

Limitar a ocho años el tiempo que un ciudadano puede ocupar la presidencia del Gobierno es una buena medida. Aunque se trata de una medida característica de los sistemas presidenciales y no se ha ensayado todavía en los regímenes parlamentarios, no parece irrazonable incorporar ese límite a estos últimos teniendo en cuenta la deriva presidencialista que se ha producido en todos los sistemas parlamentarios y que cada día cobra más intensidad. Formalmente es la mayoría parlamentaria la que designa al presidente del Gobierno, pero materialmente es el candidato a presidente el que consigue la mayoría parlamentaria que hace posible después su investidura. Si cabe, la posición político-constitucional del presidente del Gobierno en los sistemas parlamentarios de nuestros días es más fuerte que la del presidente de Estados Unidos, en la medida en que, además de la titularidad del poder ejecutivo, tiene garantizada la mayoría en el poder legislativo y, en consecuencia, parece lógico que se les imponga a aquellos el límite de permanencia que tiene impuesto éste.

Los ministros no pueden tener la cabeza puesta en la sucesión y en cómo puede incidir dicha sucesión en su carrera política

Ahora bien, para que el límite funcione de manera apropiada es importante que se institucionalice. El límite como decisión exclusivamente personal no sólo no resuelve ningún problema del sistema político de manera estable, sino que puede resultar sumamente perturbador para su funcionamiento. Pienso que es lo que está ocurriendo en esta legislatura en España. La decisión de José María Aznar de no volver a ser candidato a presidente del Gobierno tras haber permanecido en el cargo dos legislaturas es en sí misma positiva. Pero el haber convertido esa decisión en asunto exclusivamente personal, en el que no ha permitido que intervenga ni siquiera su propio partido, la ha convertido en un elemento sumamente perturbador no sólo para el PP, sino también para el conjunto del sistema político español.

La sustitución de un presidente es siempre difícil para el partido al que pertenece. También en Estados Unidos. El partido del presidente saliente no lo suele tener nada fácil para mantener la presidencia. El límite de ocho años de permanencia es un elemento clave en la alternancia en el poder. Y ésta es la razón por la que el límite, que inicialmente no figuraba en la Constitución, sino que era el resultado de una práctica ininterrumpida desde que la puso en circulación el primer presidente, George Washington, hubo de incluirse en la misma tras la ruptura de dicha práctica por Franklin D. Roosevelt. El límite de los ocho años se ha considerado, con razón, que es un elemento esencial para el funcionamiento del sistema político como un sistema democrático. De ahí que se acabara constitucionalizando. El límite complica la vida al partido que ocupa la presidencia, pero beneficia al conjunto del sistema. El límite entra a formar parte de las reglas de juego del sistema democrático y opera con normalidad.

Cuando el límite se establece como una decisión exclusivamente personal, que no se comparte con nadie, ni siquiera con el propio partido, ocurre todo lo contrario. El límite no entra a formar parte de las reglas de juego, sino que altera las reglas del mismo. En Estados Unidos todo el mundo sabe cuando un presidente inicia su segundo mandato que hay que prepararse para el momento en que lo termine, porque la competición queda abierta a partir de ese momento. El límite opera como un incentivo para competir. En España está ocurriendo todo lo contrario. La decisión exclusivamente personal opera como un elemento inhibidor de la competición política. Nadie puede hacer saber públicamente que quiere ser presidente del Gobierno y, si lo hace, se le afea su conducta como si fuera algo deshonroso.

Y esto no complica únicamente la vida al PP, que sería lo de menos, sino que dificulta la acción de Gobierno, que es algo que nos afecta a todos. Puesto que no se puede competir abiertamente, hay que hacerlo de manera soterrada y espuria. En lugar de alentar la competición, tiende a fomentar la inhibición. Ello se traduce en ausencia de decisiones, que pueden acabar teniendo consecuencias catastróficas, como ha ocurrido con la crisis del Prestige. Los ministros no pueden tener la cabeza puesta en la sucesión y en cómo puede incidir dicha sucesión en su carrera política, en lugar de tenerla en lo que tienen que tenerlo.

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El presidente de la Junta de Andalucía se refirió el pasado jueves a la repercusión que la cuestión sucesoria en el Gobierno del PP está teniendo para Andalucía y llegó a afirmar tajantemente que le "parecía muy bien que el PP hiciera debates sobre la sucesión de Aznar, pero que no lo tienen por qué pagar los andaluces". Concretamente, Manuel Chaves atribuyó la ruptura de la negociación con el Gobierno sobre la liquidación presupuestaria y sobre las políticas activas de empleo a las "pugnas internas" entre los ministros por el relevo del presidente del Gobierno. Y algo de eso debe de haber habido, porque de lo contrario no se entienden las contradicciones entre lo que, por ejemplo, los ministros Javier Arenas o Cristóbal Montoro han dicho en estas últimas semanas y lo que después han acabado haciendo. O no se entienden las dificultades para la rectificación del decretazo en lo relativo al subsidio agrario. Hasta tal grado de confusión está llegando el Gobierno en su relación con Andalucía, que una persona que suele ser bastante comedida a la hora de escribir, como Rafael Escuredo, decía ayer en su columna de El Mundo que el Gobierno parecía haberse vuelto loco, porque no hay forma de entender la política del Gobierno respecto de nuestra comunidad autónoma. Desgraciadamente no parece que en lo que queda de legislatura las cosas vayan a ser distintas.

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