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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Filosofía en cambalache

Un periodista argentino que ha recibido dos veces el Premio Rey de España de Periodismo decide -no se sabe si de buenas a primeras o por sugerencia de algún editor oportunista- abordar la totalidad de las creencias, pensamientos, nociones, valores, prejuicios, dudas, polémicas y perplejidades que anidan en la mente de sus contemporáneos anónimos, más o menos cultivados y bien pensantes. Expuesto así, el proyecto puede parecer a todas luces disparatado, pero el autor considera que el hombre y la mujer corrientes están -como él mismo- abrumados por la disparidad de criterios, los mensajes mediáticos contradictorios, las ideologías periclitadas y subyacentes y la constante amenaza de la irracionalidad, generadora de desconcierto, por lo que cree preciso recurrir a ese fondo común de creencias que -piensa- todos compartimos. Una vez armados con la razón de esas creencias comunes, enfrentaremos con éxito los problemas de la vida. Al fin y al cabo, no es más que una "cuestión de palabras", de modo que su propósito declarado es reordenarlas o reprocesarlas de acuerdo con una idea indeterminada que asocia con el sentido común y que "no es un discurso unilateral ni una actitud soberbia", sino que "representa lo que podría llamarse un uso razonable de la razón" (sic).

LA REVOLUCIÓN DEL SENTIDO COMÚN

Sergio Ciancaglini Sudamericana. Madrid, 2002 410 páginas. 16 euros

Sin mayores rodeos, se declara depositario y representante de este sentido común y expone sus títulos de validación en las páginas 67 y 68: cree en la libertad y en la democracia, es razonablemente autoritario, aboga por la igualdad pero reconoce las diferencias, es tolerante pero capaz de opiniones cavernícolas, cree que la familia es siniestra y maravillosa, defiende los derechos de todos los hombres aunque no puede renunciar a sus prejuicios, es generoso y celoso de sus propiedades, egoísta y solidario, busca y da amor, y sostiene que sólo en sociedad cabe realizarse como persona. Naturalmente, también reconoce que -como puede comprobar cualquier lector dotado de sentido común- sus opiniones son un tanto contradictorias y que, por lo demás, el sentido común ha sido un tema tratado en casi todas las discusiones filosóficas. Así que, con espíritu humilde y voluntad bien intencionada, como el Autodidacta de La náusea, se lanza sobre el corpus de la filosofía, empezando como cabe a un lego, por el Ferrater Mora y el María Moliner, lecturas que lo llevan a desentrañar todas las opiniones imaginables sobre el sentido común, desde Aristóteles hasta Paul Krugman y Bill Gates. El libro crece como un agregado informe de citas, compiladas y comentadas con la agilidad que da el oficio del periodismo y una total falta de método o de jerarquización intelectual. Su modelo explícito, tal como se advierte en el prólogo, son los libros llamados de autoayuda; aunque, como yo nunca he leído nada en ese género, no puedo saber hasta qué punto el resultado se ajusta a las reglas.

En cualquier caso, no parece que sumergir al lector en un marasmo sirva para ayudarle a emplear sensatamente su racionalidad, sea o no común. Por consiguiente, no parece que el libro vaya a cumplir con su propósito. Aquí tanto vale la opinión de Spinoza como la de un taxista o una psicoanalista de Buenos Aires. Entre subtítulos como El futuro del inodoro, La doctrina de Don Corleone o Mortal Kombat: la ciencia contra el sentido común se hace comparecer a Sartori, García Márquez o Savater, se contrasta a Woody Allen y Fukuyama. Por citar, el autor no se priva de glosar a su abuela Elina o -no podía faltar- a Maradona. En los comentarios, salpicados de preguntas que rara vez encuentran una respuesta definitiva, Ciancaglini (y con él, el lector) va acumulando mayores confusiones y perplejidades, pese a que él mismo advierte que "la libertad no consiste en decir cualquier cosa en el orden que se me ocurra y en cualquier mezcla de idioma o jergas" (página 124). Total, que hacia la página 192, cuando el libro ya se parece a un cambalache o a la portada del álbum Sargent Pepper's, el autor se declara abrumado por su empresa y emprende su propia versión de las opiniones recabadas de otros, es decir, su personal idea del corpus del "sentido común". Las doscientas páginas restantes, por consiguiente, despliegan el mundo según Sergio Ciancaglini, con el añadido de muchas, incontables, opiniones más o menos coincidentes con la suya.

En lo que puede desentrañarse del fárrago, el lector no encuentra más de lo que ya sabe cualquiera que frecuente los periódicos o las charlas de café, es decir, lo que no merece mayor atención inteligente, precisamente porque es común y consabido, tanto si se trata del futuro de la economía de mercado, del adulterio, del terrorismo o del principio de incertidumbre. Y la laboriosa investigación, que lleva a Ciancaglini por las teorías y concepciones más heteróclitas para finalmente hacerle afirmar su propia perplejidad e inconsistencia sobre casi todo, se parece a aquellos delirantes proyectos de Bouvard y Pécuchet, pero sin la fina ironía de Flaubert y, naturalmente, sin su estilo. A quienes cada tanto amenazan a la filosofía con el sentido común habría que recordarles lo que decía Roland Barthes: "Si el 'sentido común' y el 'sentimiento' no comprenden la filosofía, la filosofía sí los comprende perfectamente bien".

Es verdad que, con tanto filósofo metido a periodista, ¿qué hay de malo en que un periodista escriba sobre lo que piensa? El problema es que filosofar no consiste en remasticar tópicos, y menos si se trata de escribir (y leer) cuatrocientas páginas. Se puede reunir un repertorio de lugares comunes, con dedicación y esfuerzo, pero de ahí a proponer que eso sea un compendio del "sentido común" y anunciarlo como "revolución", hay una distancia insondable.

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