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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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En procesión

Gracias a que dos miércoles seguidos caían en fiesta, he podido disfrutar de unas largas vacaciones en mi tierra natal allá en Burdeos. Sin ordenador y casi sin televisor, hubiese querido dedicarme por entero a los vicios de comer, beber y pasear cerca del mar.

Pero tengo otro vicio del que intento quitarme que es el dar vueltas a la cabeza. Si por mí fuera habría tenido éxito después de tantos intentos de dejarlo. Pero están los otros, que no dejan de sorprenderme. ¿Por qué no habré nacido mejillón? Con el cerebro justo para navegar hasta encontrar una pequeña cátedra a la que aferrarme de por vida y luego metabolizar algunas proteínas neuronales y quedarme tan ancha hasta la llegada del chapapote.

Si no fuera por las cadenas de televisión, ¿cómo podríamos seguir mirando para otro lado todo?
La libertad, siendo la razón en marcha, necesita de las leyes de la República, para no perecer

Esto de tener ojos que ojeen y neuronas que neurologicen es una lata. Si no fuera por las cadenas de televisión que nos mantienen apegados a nuestra pequeña roca ¿qué sería de nosotros? ¿Cómo podríamos seguir mirando para otro lado todo el tiempo?

Me ha bastado dar unos cuantos paseos por la orilla del Garona para sentirme en otra época, de la mano de mis padres. Creo que fui una niña feliz, durante algunos años, antes de que todo empezara a tambalearse. Pero mis primeros recuerdos son hermosos, en casa y en la escuela pública, Marie Curie.

Tenía una maestra, Mademoiselle Emilie, que solía hablarnos de la République que era una chica muy seria y formal, tanto que, de haber andado sola, hubiese sido bastante aburrida. Pero tenía unas amigas estupendas. Siempre iba acompañada de otra chica encantadora y un poco loca que se llamaba Liberté. Y aún con formar ambas una pareja feliz, por falta de compasión habrían acabado por enemistarse. Necesitaban otra compañera y encontraron dos. Eran dos africanas que habían llegado buscando refugio de un país lejano. Se llamaban Egalité y Fraternité.

Mientras se mantuviesen todas juntas existiría Francia, decía mi maestra. A mí me encantaba esta historia porque yo también era una refugiada. Aunque de aquellas chicas, con la que más me identificaba era con la Libertad que yo me la figuraba alegre de cascos. Entendí bastante después, que la libertad, siendo la razón en marcha, necesita de la Constitución y de las leyes de la República, para no perecer a manos de los liberticidas.

Esta fue mi Instruction Civique. A mis primos de España no les daban esta clase de educación cívica sino educación religiosa. En el colegio rezaban el rosario por las tardes y desfilaban detrás del predicador en las madrugadas de las Misiones del Nervión. Ir en procesión, todos en formación sumisa, no se parecía en nada a ir en manifestación el 1 de mayo, en Burdeos, donde la gente cantaba y gritaba a su aire, llevando banderas y globos de vivos colores. Aquellos entonadores de La International nunca confundirían una manifestación cívica con la procesión de Los Luises que el pasado sábado discurrió por Bilbao detrás del lehendakari.

Por algo Mlle. Emilie decía que l'Espagne era un país encerrado en sí mismo y encadenado al pasado.

Con los años creí que el causante de todas esas tristezas era un militar bajito que sacaba barriga en las fotos, advirtiendo con el dedo índice de lo malos que eran los españoles que defendieron la República. De lo que vine a concluir que mis primos en España vivían en la antigüedad ya que no tenían ni República, ni libertad, ni fraternidad ni igualdad.

Estas cosas me vinieron de golpe a la cabeza en Nochevieja cuando llevada de mis malos hábitos conecté con la televisión patriótica y me di de lleno con el discurso de nuestro Lehendakari, al estilo de la Reina Madre, dirigido a todos los vascos y las vascas, entronizada en su residencia-plató para la veneración de los súbditos. Mirándonos con expresión hierática desde detrás del cristal; como los santos en urna con hucha, unas veces san Ignacio, otras san Francisco Javier, que mis tías recogían de los vecinos del piso de enfrente y trasladaban a la viuda del bajo izquierda.

Luego los días pasan y las cosas se olvidan. Hasta que la otra mañana iba con Clara, descalzas las dos por la orilla de una playa de las Landas. En aquel paseo apacible y sin más final que el cielo, el mar y las dunas interminables, de pronto mi pie izquierdo se encontró adherido a una galleta negra y pegajosa.

-"¿Cómo tiene valor el lehendakari de volver a hablar de referéndum?".

Clara se soltó de mi mano y me riñó: -"¿Pero por qué te acuerdas ahora de Ibarretxe?".

Qué más quisiera que no recordarlo.

-"Es que el nacionalismo, querida, es como el chapapote".

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