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Exceso de certezas

He intentado hacer diagnósticos certeros en torno a cuanto sucede en nuestro complicado País Vasco. He llegado a posiciones, incluso a convicciones, pero casi de inmediato me han asaltado dudas. Ahora mismo sólo estoy convencido de que no hay ninguna fórmula mágica que resuelva el gran problema vasco, que está por descubrir la forma de convertir la convivencia de los vascos en una civilizada conjunción de valores e intereses. A falta de fórmulas, quienes ostentan el poder se obstinan en eternizarse en él y, para ello, todos los medios sirven.

Da la impresión de que no les basta con ejercer el poder en esta vida, sino que desean que la Eternidad les haga un hueco en la Historia. Es muy difícil comprender que, durante tanto tiempo, nos venga atribulando el mismo problema y apenas se haya ensayado alguna fórmula valiente para solucionarlo. Eso sí, los historiadores van a encontrar muchas dificultades para ensartar tantos planes, proyectos, manifiestos e iniciativas como se han publicitado; para relacionar tantas asociaciones, fundaciones y plataformas como se han presentado en público, todos con el mismo fin: al parecer, la paz. Los libros de Historia van a necesitar muchísimas páginas para explicar las propuestas y las contrapropuestas, las acciones promovidas y las reacciones producidas.

¿Cómo podremos resolver el problema si no estamos de acuerdo ni siquiera en el enunciado?
Desde el Pacto de Ajuria Enea no se ha dado un solo paso con vocación universal y abierta

¿Cómo podremos resolver el problema si no estamos de acuerdo ni siquiera en el enunciado? Por eso, cada cual propone soluciones para el mismo problema desde enunciados y planteamientos bien diferentes. Y todas las soluciones tienen nombre propio. La crónica de la Historia va a estar llena de personas que aspiraron en su momento a la eternidad y se quedaron en los anales del fracaso. Parece evidente, sin embargo, que cada plan o proyecto ha perseguido objetivos bien distintos, no todos legítimos si tenemos en cuenta que salieron a la opinión pública disfrazados, camuflando objetivos espurios tras buenas intenciones.

Desde el Pacto de Ajuria Enea, que fue el único que partía con suficientes dosis de consenso social y político, no se ha dado un solo paso que tuviera vocación universal y abierta. El Plan Ardanza, aunque fuera suavemente, resquebrajó el edificio construido entre los nacionalistas y los no nacionalistas. El Pacto de Lizarra terminó de arruinar ese edificio, erosionando firmemente la convivencia entre los vascos y dando alas al nacionalismo radical y al terrorismo. Por fin, el plan de Ibarretxe -subtitulado "pacto para la convivencia"-, ha culminado la fractura social, acompañado por la brutalidad terrorista y la violencia callejera. Alguien dirá que en algo han contribuido algunas actuaciones emprendidas por el Gobierno central y las fuerzas políticas no nacionalistas. Sin embargo, ¿cabía seguir soportando la kale borroka y el terrorismo etarra sin tomar decisiones drásticas y diferentes a las tomadas hasta ese momento? ¿Cabía seguir soportando dentro del sistema a políticos empeñados en cargárselo mediante fórmulas antidemocráticas? No entender esto ha constituido la gran miseria del nacionalismo democrático.

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Pero el "no nacionalismo" también ha cometido errores. Acaudillado por la intransigencia del Gobierno de Aznar ha mezclado y agitado en el mismo matraz nacionalismo y terrorismo como si lo uno no pudiera ser entendido sin lo otro, y viceversa. Que el máximo responsable del Estado no tenga prácticamente ninguna relación con el lehendakari es una desvergüenza achacable a la altanería de ambos. Aznar e Ibarretxe deben estar demasiado seguros de que lo que hacen es lo único que se puede hacer. Los dos han sido entronizados por los votos y se sienten infalibles e imperecederos. Cuesta comprender que los vascos de buenas intenciones no les hayan castigado ya en las urnas, pero el pueblo, es decir ese ente abstracto en cuyo nombre se hace todo en política, es vulnerable. A veces se siente tan inseguro que se entrega en manos de caudillos que obran muy seguros de sí mismos aunque puedan estar obrando desde intereses bastardos. Aznar e Ibarretxe son hoy en Euskadi prototipos de ello.

Cuando los líderes políticos ejercen el gobierno desde la altivez y marcan caminos exclusivos sobre las aguas del proceloso mar de la política, están siendo desleales a su oficio, a sus valores, a la ética y al noble ejercicio de la política. No caben emplastos sanalotodo cuando la situación es tan complicada como la que padecemos los vascos. Llamar a la responsabilidad de unos y otros puede que sea un empeño estéril a tenor de la obstinación que invade al PNV y al PP. La convivencia se consigue promocionando y consolidando los espacios que nos son comunes a todos, al margen de ideologías y pertenencias a partidos políticos. Las vidas de todos coinciden en casi todo. Respetar y agrandar el marco de las coincidencias ayuda a atenuar los rigores de las diferencias.

Frente a las certezas tan antagónicas de Aznar e Ibarretxe solo cabe la duda y, sobre todo, la disposición al diálogo mesurado y abierto. La eternidad forma parte de los dogmas de las religiones. Cuando se persigue a través del instrumento de la política, sólo sirve para producir totalitarismos. El poeta Rafael Guillén ha escrito este bello y práctico poema para estas reflexiones: "Más segura es la duda. Los caminos / del mar son infinitos y cualquier deriva / puede llevar a puerto. / La eternidad es una inmensa encrucijada".

Nadie tiene derecho a meter a todo un pueblo en una encrucijada tan difícil, solo para conseguir su bono para la eternidad. Sabido que bastante más del 90% de los vascos estamos seguros de que no admitimos ni el terrorismo ni la violencia, es primordial preservar ese marco común y consolidarlo. Desde esa evidencia, el respeto a las dudas propias y ajenas es mejor que cualquier certeza exclusivista.

Josu Montalbán es portavoz del PSE en las Juntas Generales de Vizcaya.

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