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Columna
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Reyes

Esos viajeros de África que cogen el barco clandestino para venir aquí me recuerdan hoy a los Reyes Magos, uno de mis grandes mitos: la aventura de dejar la vida de siempre, en palacios reales o casas inhóspitas (el refugio que a uno le haya correspondido), para seguir una llamada, una estrella, una voz que te pide que cambies. La Navidad es la noche más larga del año, la fiesta pagana del solsticio invernal remodelada por esa vieja fantasía multiculturalista que es el cristianismo, mezcla de judaísmo, paganismo, leyendas persas y Magos de Oriente (el cristianismo es un caso ejemplar de voracidad mitológica metamorfoseada en máquina de poder). La Navidad ha traído largas noches de mar en calma y poco viento, navegaciones prohibidas en el Estrecho, colchones quemados, naufragio mortal en tierra, en un calabozo de Málaga, o en el agua, contra las rocas de Tarifa.

Los Reyes Magos fueron viajeros insensatos, curiosos o simplemente ingenuos, arrebatados por una especie de enamoramiento del futuro (uno se imagina el futuro mejor de lo que será, y sigue una estrella que no sabe exactamente a dónde conduce: a una cuadra con dos bestias, un viejo, una mujer y un niño pobrísimos). No sabemos qué fue de los Reyes, acaso se perdieron en el viaje de vuelta y nunca reencontraron su camino. Pero hay heroicidad en romper con la vida acostumbrada, y quizá en África el deseo de huir forme parte del sueño común de todos los días, como hace más de un cuarto de siglo en España existió la creencia de que el fin de la dictadura de Franco sería la medicina mágica para curar todas las infelicidades. (El futuro es siempre supersticioso, y le gusta jugar con el número 3: los tres deseos que se piden al Genio, los tres Reyes Magos, los tres intentos de fuga que por 5.000 euros venden en África a los que sufren la fiebre de huir).

Nadie es absolutamente insensible al deseo de huida, de renovación: su encantamiento afecta incluso a los más honorables de aquí, los ilustres que se disfrazan de rey mago en nuestras cabalgatas del 5 de enero, rindiéndose por unas horas a la atracción de no ser uno mismo, sino mejor, más querido, el favorito de los niños y los inocentes. Otros, en otros lugares, para ser mejores se meten con 50 más en una barca neumática de nueve metros de eslora. Entre Europa y África los siguen la bruma y los detectores térmicos (la tecnología vigilante busca calor humano en el Estrecho), y los espera la policía en la playa si no naufragan antes contra una escollera y terminan ahogándose.

Trata de eso el mito de los Reyes Magos: del deseo de renovación, del ansia de apertura hacia lo que todavía no se conoce, del disparate o la pasión de ponerse en camino, hacia cualquier sitio, otro sitio mejor que el que ahora se tiene. Es un mito vivo, hechizante, incómodo, intoxicador, y quizá por eso haya sido apagado o tapado por un Papá Noel de grandes almacenes, extraño y gordo hijo senil de Barbie y Walt Disney. La felicidad momentánea del viaje puede ser un ascenso a las profundidades: de la honda África a los barrios bajos de Europa, o a la pura desaparición. Veo a estos viajeros de hoy y pienso en los Reyes Magos de Oriente.

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