Mecanografía
En una entrevista que concedió a The Paris Review (luego recogida en el volumen colectivo El oficio de escritor), Truman Capote incluía a John Hersey en un grupo de escritores sin estilo a los que calificaba de "mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos". Cuando la entrevista, a principios de los años cincuenta, Capote no había cumplido aún los treinta años y Hersey ya había escrito Hiroshima, un reportaje donde, desde luego, no podían encontrarse frases como "una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer" y otras evidencias de estilo similares con las que Capote empastó una década después A sangre fría, emblema canónico de la aplicación de las técnicas de la novela al periodismo. El reportaje del mecanógrafo había sido publicado en 1946, en un número insólito de la revista The New Yorker que, por decisión del editor William Shawn, sólo incluía ese texto. El impacto fue extraordinario. Ya es una convención aceptada que Hiroshima es el mejor reportaje jamás escrito por un americano: hace un par de años, la Universidad de Nueva York eligió los Top 100 of Century del periodismo estadounidense y toda la incertidumbre era saber qué libro ocuparía el segundo lugar.
HIROSHIMA
John Hersey Traducción de Juan Gabriel Vásquez Turner. Madrid, 2002 184 páginas. 17 euros
Pasado medio siglo, Hiroshima se publica por vez primera en una editorial española. La Compañía General Fabril Editora de Buenos Aires lo había hecho en 1962, en una traducción excelente de Ana Teresa Weyland, y en los encantadores volúmenes de Los libros del Mirasol. Es un ejemplo más de la sensibilidad tan diferente, respecto a la no ficción y específicamente a la no ficción periodística, que separa a España -y otras culturas subalternas- de Latinoamérica.
Hiroshima es la reconstrucción del momento en que la bomba explotó sobre seis habitantes de la ciudad japonesa y de su vagar alucinado, como supervivientes entre cien mil cadáveres, en los días inmediatamente posteriores a la explosión. Esta edición española incluye, además, el capítulo -Las secuelas del desastre- que Hersey publicó en 1985, después de viajar de nuevo a la ciudad en busca de sus personajes y de lo que habían hecho con sus vidas.
La escritura de Hiroshima su
pone el apogeo del estilo newyorker, es decir, la incorporación al periodismo de la retórica de Quintiliano (orden, claridad, concisión y sobriedad) más algunas gotas de calvinismo. Pero no supone, contra lo que críticos diversos han querido ver, un precedente en la novelización -realista- de los hechos. Todo lo contrario. Para empezar, el punto de vista de Hersey nada tiene que ver con la omnisciencia. Su conocimiento de la realidad que describe se reduce a la experiencia de los seis supervivientes. Naturalmente esta decisión tiene consecuencias directas sobre el estilo: nada de "fuego verdeoro" ni de diálogos dictados desde el más allá. La reconstrucción de lo que les sucedió a sus personajes a partir de las 8.15 del 6 de agosto de 1945 no plantea al lector, en apenas ningún momento, la desactivadora pregunta "¿y eso cómo lo sabe?". Para que el pacto epistemológico con el lector funcione, Hersey economiza radicalmente la descripción de lugares y ambientes y los análisis, y distingue con nitidez lo que sabían los personajes en el momento crucial del estallido (ninguno sabía, por medular ejemplo, que se trataba de la bomba), de lo que supieron semanas o meses después. Hay algo, por último, donde Hiroshima demuestra más claramente su alejamiento de cualquier intención novelizante. Es en su renuncia a la construcción simbólica, arquetípica, a la ilusión del sentido, a "la lección de las cosas". Aquello, en su modalidad más banal, a lo que el fino estilista no pudo resistirse en la última escena de A sangre fría cuando imaginó (nunca ocurrió en realidad) el encuentro entre el policía Dewey y Susan Kidwell -amiga de Nancy, la niña asesinada- junto a la tumba de los Clutter, mientras sonaban los violines de Mancini, el flou de Hamilton empañaba la escena, y Capote, mirando a Susan, se atrevía a escribir: "Nancy hubiera podido ser una jovencita igual".
Nada de esa irrisoria impos
tura emerge de los papeles del mecanógrafo. Sólo los movimientos de cuatro hombres y dos mujeres, perplejos de vivir. Descritos a la manera de la redacción que el hijo de una de ellas, Toshio Nakamura, escribió en su escuela, algunas semanas antes del aniversario: "El día antes de la bomba fui a nadar. Esa mañana, mientras estaba comiendo cacahuetes, vi una luz. Algo me arrojó al lugar donde dormía mi hermanita. Cuando estuvimos a salvo, sólo podía ver hasta el tranvía. Mi madre y yo comenzamos a empacar las cosas. Los vecinos caminaban por ahí quemados y sangrando. Hataya-san me dijo que huyera con ella. Yo dije que quería esperar a mi madre. Fuimos al parque. Vino un ciclón. Por la noche explotó un tanque de gas y vi su reflejo en el río".
La única manera en que un superviviente podría narrar el fin del mundo.
Cuando la tierra no tiembla
JOHN HERSEY (1914-1993) escribió novelas -Una campana para Adano (1944) o El muro (1950)- y reportajes: Hiroshima, Joe ya está en casa (1944) o El incidente del motel Algano (1968). Como señala Albert Chillón (Literatura y periodismo, 1999), no siempre construyó sus reportajes del mismo modo. Si Hiroshima es un modelo de reportaje "objetivista", su Joe ya está en casa utiliza una técnica ficcional que consiste en la invención de un personaje -el soldado Joe- que reúne los rasgos y las historias de muchos soldados reales. Hersey advertía así al lector de la utilización de este recurso: "La razón de que emplease esta técnica estaba en la necesidad de proteger a los veteranos de la guerra de una exhibición pública que podría haber hecho sus penalidades aún más graves de lo que eran". Pero nunca confundió los géneros. En el estudio de David Sanders (John Hersey, 1967: citado por Manuel G. de la Aleja en El nuevo periodismo norteamericano, 1990), Hersey declara: "El periodista no debe inventar. Cualquier periodista conoce la diferencia entre la distorsión que viene de restar los datos observados y la distorsión que viene de inventar datos. En el momento en que el lector sospecha adiciones, la tierra comienza a temblar debajo de sus pies: es aterrador el hecho de que no haya manera de saber lo que es verdadero y lo que no lo es".
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