'Prestige': el Gobierno contra el Estado
La crisis del Prestige debe ser analizada, a nuestro entender, como un hecho que va más allá de las graves consecuencias socioeconómicas de un fatal accidente marítimo que ha degenerado en la mayor catástrofe ecológica de nuestro país.
Hay al menos tres elementos emergentes, que no van a disiparse por mucho tiempo. Primero, la alarma y sensación de inseguridad e impotencia de una sociedad que sigue mirando con estupor el triste papel jugado por la función de protección del Gobierno central y autonómico. Segundo, la imagen de la catástrofe, que no ha sido la del poder público liderando con eficacia y contundencia la gestión de la misma, sino la de los ciudadanos, marineros, voluntarios, mariscadoras, protagonizando con patética descoordinación y falta de medios la lucha contra la marea negra. Tercero, un Gobierno lento en reaccionar, que intenta ocultar la gravedad de la situación y que toma, presa de pánico político, la peor de las decisiones al alejar el buque de la costa con resultado letal para la forma de vida de las personas, la economía y para uno de los ecosistemas más ricos del planeta. Este Gobierno no admite responsabilidades ni por acción ni por omisión. Pero lo cierto es que no sólo su incompetencia gestora, sino su política anterior ha conducido, por ejemplo, a que una potencia pesquera como España, con las más extensas costas de la Unión Europea, no posea un solo barco succionador de petróleo, ni redes transoceánicas, ni batiscafos, ni nada de nada y haya tenido que acudir a medio mundo para que llegasen -tarde- los escasos instrumentos de los que aún hoy podemos valernos para afrontar la siniestra invasión de crudo. Si algo pudiera resumir las anteriores constataciones, y la mayor lección de esta crisis, es que la gestión del Estado conducida por el Gobierno ha sido tan desastrosa que aquél no se ha hecho visible. Con ello, toda la concepción del PP sobre el papel mínimo del Estado ha fracasado, ante una tragedia como la del Prestige que ha puesto en evidencia la necesidad de contar con unas administraciones públicas ágiles y fuertes.
En la historia de España, el Estado se ha desarrollado como una construcción débil en su función de administrador de las cosas -no así en la represión de las personas- a causa de la imposibilidad de implantar los efectos benéficos de la Reforma, del liberalismo laico ilustrado y de la democracia. Eso explicaría lo difícil que ha sido, a lo largo de siglos, encajar en el Estado el pluralismo nacional, cultural y lingüístico de España. La Constitución de 1978 es el primer intento no frustrado de ruptura con ese lastre de debilidad de las instituciones civiles públicas, es decir, las no eclesiásticas o militares. Nuestra Carta Magna diseña un Estado democrático y social serio. Hace posible la dotación de recursos económicos para cumplir también con su función social, (en 1978 el Estado español gastaba el 17% del PIB, en 1996 el 44%).
Los gobiernos del Partido Popular han discurrido en dirección contraria. No han tenido claras raíces ideológicas homologables en Europa. No han sido ni democristianos ni liberales. Su más antigua vinculación es con el contradictorio neoliberalismo de Reagan y Thatcher, hoy con Bush o Berlusconi, con la "rebelión fiscal" de las clases pudientes y el dogma del déficit cero. De ahí su incomprensión congénita de las exigencias de un Estado democrático moderno.
La conducta del Gobierno Aznar expresa una cultura política contraria al concepto de Estado social, dirigida a adelgazar y debilitar los servicios públicos. El primer modo de lograrlo ha sido reducir el gasto en sanidad y educación y, por tanto, la cohesión social y territorial. Cohesión social -y ecológica, podríamos añadir-, que es la base de la fortaleza del sistema democrático. En realidad, un Estado meramente liberal sería contrario a la Constitución. Otra forma de debilitamiento de aquél ha sido la privatización total de los grandes servicios públicos, más allá de lo prudente. Así, se ha creado un sector privado clientelar en el que la presidencia de las más importantes companías están en manos de amigos del partido en el poder. En paralelo, los gobiernos populares han aumentado la presión fiscal indirecta para poder hacer regalos fiscales a las rentas más altas. Sería conveniente conocer qué dirían los españoles si les preguntasen hoy si son partidarios de aumentar los impuestos a estos sectores sociales con el fin de garantizar que el Estado tenga medios para hacer realidad el "nunca maís".
No obstante, lo más paradójico del ciclo de Gobierno de la derecha es el brusco descenso en la dotación de las fuerzas policiales y en los gastos de seguridad pública, y la apuesta por la seguridad privada. La consecuencia ha sido una creciente inseguridad ciudadana. Las cifras que demuestran que hay una consciente política de debilitamiento del Estado son elocuentes. Si comparamos los Presupuestos Generales de 1995 (un año antes de la llegada al poder del PP) con los de 2002, dejando aparte las materias objeto de transferencia autonómica, vemos que los principales gastos públicos en relación al PIB han descendido: política industrial, de 0,3% a 0,2%; Investigación y Desarrollo se mantiene en un escuálido 0,3%; infraestructuras (incluyendo el salvamento marítimo), de 1,3% a 1,1%; Justicia, sobre la que hay firmado un pacto, desciende del 0,3% al 0,2%; Defensa, que tiene en su debe el desacierto en la política de profesionalización del Ejército, desciende del 1,6% al 0,9% entre 1995 y 2002.
El enflaquecimiento del Estado y del espacio público ha conducido a fenómenos de perversión de la democracia y a la fragilidad de las libertades. Por ejemplo, las privatizaciones, que han llevado a la práctica desaparición del sector público, no han generado mayor competencia, sino la creación de un "sector privado gubernamental", incontrolable por las instituciones de la democracia. En el sector audiovisual ha ocurrido otro tanto: en vez de una televisión pública que debería responder al interés informativo general y respetar el pluralismo de la sociedad, se ha pasado a una televisión de partido, tanto en su expresión pública como privada (Antena 3 hace tiempo que fue controlada por Telefónica; y Tele 5 lo va a ser por el jefe del Gobierno de otro país, cuya primera víctima ha sido el programa crítico e independiente Caiga quien Caiga).
En cuanto al Parlamento, cuya eminente función es hacer leyes para todos los ciudadanos y controlar al Gobierno, se ha transformado, con la Ley de Acompañamiento, en una fábrica de leyes sectarias y un lugar para controlar a la oposición, hasta alcanzar la situación esperpéntica de que, ante el desastre político del Prestige, el Gobierno acaba pidiendo la dimisión del portavoz socialista. Al tiempo, se niega a la creación de una comisión de investigación, que es imprescindible para compartir información y proponer soluciones de presente y de futuro.
Aunque el Gobierno se resista e intente minimizar la catástrofe, la oposición ha de hacerle ver que éste es el momento del Estado, como garante del interés general, de los necesitados, de los dañados, en Galicia, Asturias, Cantabria o el País Vasco. Lo que significa que debe liderar, si puede, este trance, haciendo intervenir a todos los medios tecnológicos, personales, económicos, políticos, que sean necesarios, tanto públicos como privados. Hay instrumentos legales para ello (Ley de Protección Civil, Estado de Alarma, etcétera) que están inéditos.
La crisis del Prestige es un desastre ecológico convertido en pesadilla por la inacción del Gobierno. Es una manifestación evidente del fracaso de una política -y de una cultura política- que propone que la dirección de la sociedad esté determinada por los grandes grupos económicos y otros poderes no democráticos, nacionales o supranacionales, en perjuicio de los poderes públicos elegidos por los ciudadanos. Por eso, creemos que con el Prestige se ha hundido, en buena medida, la credibilidad y solvencia del proyecto -o "Régimen"- de la nueva derecha española.
No se trata de regresar al estatalismo tradicional, pero sí de garantizar la capacidad de los poderes públicos para regular y controlar el proceso de globalización al tiempo que se realiza una distribución justa de la riqueza. Asimismo es necesario que el Estado cuente con los medios suficientes para hacer efectiva la seguridad y la libertad de las personas en una sociedad de riesgos múltiples, y no sólo el del terrorismo. La ola de ultraliberalismo iniciada en los años 80 está mostrando su fracaso y los peligros que conlleva. Éste es uno de los grandes debates que hay que mantener ante las próximas consultas electorales.
Diego López Garrido es diputado socialista y portavoz en la Comisión Constitucional del Congreso. Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.
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