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Columna
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Impuestos

Cuando yo era pequeño, los partidos de izquierda tendían a subir los impuestos. Los de derecha en cambio los bajaban. Bueno, en realidad los cambiaban de lugar para que no cantasen y para que todos pagáramos igual independientemente de nuestro nivel de renta; pero esto es otra historia. Lo que quiero decir es que si tú ibas por la calle y le preguntabas a un guardia dónde podías encontrar un partido de izquierda, enseguida te señalaba una formación política que acababa de votar una subida de tasas y que además te explicaba por qué. No es que me guste pagar, pero echo de menos aquellos tiempos en los que era más fácil distinguir unos de otros.

Luego los partidos políticos se convirtieron en empresas electorales, y ya no volvieron a verse aquellas pintorescas figuras que decían lo que pensaban, aquellos líderes políticos que analizaban el mundo según sus ideas, y que proponían leyes necesarias, aunque amargas, para resolver problemas. Muchos electores huían de ellos como de la peste, pero otros entendían quizás por primera vez algunos conceptos económicos, abrían los ojos, y a partir de entonces veían el mundo con la misma perspectiva que ellos. Bueno, sí, cuando estos líderes subían al poder aplicaban medidas distintas a las que habían predicado; pero esto es otra historia. Lo que quiero decir es que hubo un tiempo en que los partidos políticos -sobre todo los de izquierda- no estaban tan preocupados por el qué dirán, ni se comportaban como multinacionales del yogur, obsesionadas por las preferencias del público, por los cambios de tendencia hacia la vainilla, y dispuestos a inventar productos imposibles, tipo frutas del bosque, si los estudios de mercado mostraban un hastío hacia los sabores tradicionales. No es que no me gusten los yogures, pero echo de menos los análisis rigurosos y las propuestas honestas, aunque impopulares. Echo de menos el coraje necesario para perder unas elecciones diciendo lo hay que decir.

Viene todo este rollo a cuenta de cierto pleno extraordinario en el Ayuntamiento de Cádiz, donde se han aprobado nuevas ordenanzas fiscales. Martínez, la alcaldesa, sube los impuestos, pero dice que los baja. La oposición de izquierda critica la subida, los siete años de creciente presión fiscal y la mentira. Pero Martínez no miente; alucina: son éxtasis, trances en que entran los seguidores de los Hermanos Josemaría. ¡Hasta pueden ver esplendorosas -como Trillo- las playas de Galicia! Vuelvo a Cádiz. No conozco sus cuentas municipales; pero echo en falta una voz -en Cádiz, en el mundo entero- que me vuelva a explicar lo evidente, aunque le cueste las elecciones.

Que alguien me baje los impuestos y me haga un déficit cero puede resultarme placentero; pero si luego viene un barco cargado de chapapote y se parte en dos frente al Cabo de Gata, no podré pedir que me lo limpien; voy a tener que recoger la mierda con mis manos. Quiero seguridad, limpieza, buenas escuelas, hospitales excelentes y amplias carreteras. Y estoy dispuesto a pagarlo con mi dinero. Sólo quiero que alguien de mi confianza controle hasta el último céntimo. Se lo pediré a los reyes, que son quienes tienen ahora discursos sociales.

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