Íñigo Cavero o la excelencia en política
Le recuerdo ahora, junto a la puerta de la habitación de la clínica, impresionado y cordial, visitando al antiguo colaborador en trance de una lenta recuperación.De su imagen se desprende una inmediata y abrumadoramente palmaria realidad: Íñigo Cavero, antes que nada, era una excelente persona, un caballero en el más elevado sentido de la palabra, una persona que deja incontables amigos -lo que no es tan habitual-, y ningún enemigo, lo que parece imposible (y más aún habiéndose dedicado a la vida pública española). Había en él una especie de pasión por encontrar los resortes más íntimos de las personas, lo que le permitía conocerlas en los más variados ambientes sociales. También esa capacidad, ejercida en todos los aspectos de su vida, le permitió interpretar los avatares de la política.
A esa primera impresión se suma de modo inmediato la reflexión sobre las cualidades del hombre público. En España hemos tenido algunos personajes carismáticos, un puñado de buenos profesionales, sobra de amateurs y, sobre todo, abundancia de meteoritos que destellan un momento y ya han desaparecido. Íñigo Cavero era de otra raza.
Deja tras de sí, en primer lugar, una línea de coherencia. El mismo Íñigo que un día tuvo que retrasar su boda porque Franco le confinó en la isla de Hierro,tras la reunión europeísta de Múnich, es el que hasta su muerte ha pertenecido al PP, de algunos de cuyos modos en ocasiones discrepaba.
Pasó por muy diversas adscripciones partidistas: monárquico siempre, militó en la democracia cristiana, en UCD y en el CDS, hasta recalar de modo definitivo en el partido gobernante. Sabía que en la política democrática es imprescindible ser hombre de partido, pero lo era de un modo poco habitual entre nosotros. Nunca tuvo esa angustiosa ambición o esa exhibicionista manía de figurar que suelen ser tan habituales en el género. Era un hombre de concordia -de moderación y de centro-, tanto hacia el interior de los partidos en que militó como respecto del resto de los existentes en el resto del espectro democrático. Por eso le tocó protagonizar la gestación de varias leyes que exigían el consenso y he ahí la razón, también, de que asumiera, con conciencia de su situación crítica, el secretariado general de la agónica UCD.
Disponía para su acción política de algo de lo que muchos jóvenes de todos los partidos carecen en la actualidad. Tenía tras de sí un poso ideológico y una preocupación intelectual. Eso, si se pesa decisivamente en una persona, puede ser un estorbo en política; en él era un acicate y un bagaje. Pero, además, poseía toda una gama de virtudes aparentemente pequeñas, pero que, sumadas, le convertían en excepcional. Era un político hipotenso, capaz de tomarse la mala noticia de cada día con deportividad y actuar sin crispación. Disponía de una increíble capacidad para la flotabilidad, que es producto de la tenacidad y resulta imprescindible si se quiere dejar huella de la propia acción en el campo de la política. Era un ejemplo de polivalencia, y la mejor prueba de ello reside en la enumeración de la larga lista de ministerios y cargos que ocupó. Trabajaba pero, además, dejaba trabajar y no veía en los que le rodeaban supuestos competidores o meros instrumentos.
Todo ello es mucho, muchísimo, para lo habitual en la política española. Sin duda, Íñigo Cavero no fue un Adolfo Suárez o un Felipe González. Pero su suma de virtudes no tiene fácil parangón por más que se recorran, en una y otra dirección, las listas de protagonistas de nuestra democracia. Y muestra lo que, de verdad, es la excelencia en política.
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