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Columna
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Sangre fría

Manuel Vicent

Terminado el juicio por asesinato, los siete magistrados deliberaron acerca de la sentencia que deberían imponer al reo, y todos, excepto uno, eran partidarios de aplicarle la pena capital. Pese a que el crimen tenía todas las agravantes y ningún artículo del código daba un solo resquicio a la piedad, uno de los magistrados, jurista sin escamas todavía, se negó a firmar la pena de muerte. Durante el debate trató de convencer al resto de la sala, compuesta por ancianos venerables, de que el Estado no podía convertirse en un asesino legal. Agotados todos los argumentos de la criminología moderna contra esa barbarie, el joven magistrado, antes de acogerse al voto particular, dijo que firmaría la sentencia de muerte sólo a condición de que fueran ellos mismos, los siete magistrados de la sala, los encargados de ejecutarla. Deberían ir de madrugada a la cárcel, sacar al reo de la celda, arrastrarlo por toda la galería hasta el patio, sentarlo en el taburete, colocarle el collarín de hierro alrededor del gaznate, unir las siete manos con que habían firmado la sentencia para apretar juntos la tuerca del garrote vil y medir luego la longitud de la lengua que el reo había sacado. Aquellos magistrados eran unos caballeros y se horrorizaron ante su propia imagen de verdugos. Ese trabajo sucio correspondía realizarlo a unos subalternos infames. Eran otros tiempos. Hoy el papel de vengador personal comienza a estar muy valorado. Tres días después de la hecatombe de las Torres Gemelas el presidente Bush, atenazado aún por el miedo, llegó a Nueva York y al pie del avión le preguntó al alcalde Rudolph Giuliani: "¿Qué puedo hacer por usted?". El alcalde le contestó: "Si atrapa a Bin Laden, deje que sea yo quien lo ejecute con mis propias manos". Ambos jerarcas se relamieron de gusto como dos gatos ante una tripa de sardina. Un año después de la tragedia Giuliani reafirmó ese deseo estremecedor a sangre fría en televisión. La puerta ya está abierta. El propio Bush acaba de dar licencia a sus sicarios para matar terroristas siguiendo la propia inspiración y a este paso pronto se verá a los magistrados de Estados Unidos accionar la palanca de la silla eléctrica para unificar el papel de juez y de verdugo. Pero la cima de la civilización sólo se alcanzará cuando Bush y Giuliani, una vez cazado el maligno Bin Laden, se lo disputen para estrangularlo personalmente en directo ante las cámaras y se relaman luego ante sus mollejas como dos gatos de Walt Disney. Ya no quedan caballeros.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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