_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Chapapote

No parece posible que hablemos de otra cosa en estas navidades emporcadas por el fuel del Prestige: el chapapote se ha hecho tan popular como la colza, como cualquier substancia que, de pronto, se cuela en nuestras vidas inundándolo todo, invadiendo con su mancha viscosa nuestra sala de estar, nuestra cocina, la revuelta gambara de nuestros pensamientos. Ya hay bares y revistas y negocios que han sido bautizados con su nombre, con ese cacofónico y pegajoso nombre que hace sonreir a los niños y temblar al Gobierno. Nunca lo olvidaremos. El cahapapote pasará -ya ha pasado- a engrosar nuestro acervo lingüístico. ¿Quién les iba a decir -quién nos iba a decir- que, finalmente, algo tan impensado como el chapapote haría tambalearse los sillares de la era aznarista?

Y sin embargo el chapapote ha estado desde siempre con nosotros. Estamos, ya se sabe, amasados de tiempo, pero también de oscuro chapapote. Los activistas de ETA llevan décadas contaminando con el sangriento chapapote rojo de sus asesinatos la historia de este país. Llevan toda la vida avivando su marea mortal de chapapote. Gracias a los patriotas del hacha y la serpiente sabemos que las masas encefálicas, los higadillos y demás casquería forman un revoltillo oscuro y denso que se pega al asfalto igual que el chapapote a los acantilados de la Costa da Morte. Harían falta cuadrillas de fumigadores y barrenderos especializados para limpiar los restos de un coche bomba como el que pretendían colocar en Madrid.

Otro que suelta chapapote pringoso lo mismo que el Prestige es el difunto Cela. Igual que un barco de fortuna hundido, don Camilo no deja de soltar inmundicias. La fuga, en este caso, proviene de un sub-negro del premio Nobel; alguien subcontratado por los negros de primera a quienes el autor de La colmena contrató para muñir su Enciclopedia del erotismo. Ahora salen a flote los negros que ayudaron al gran y atareado escritor a escribir obras como La cruz de San Andrés o Mazurca para dos muertos. Todo indica que a partir de los años 70 don Camilo no cargaba su pluma con tinta, sino con chapapote.

La marea es negrísima y harán falta filólogos y críticos realmente arriscados y voluntariosos para limpiar la fama del autor de Iria Flavia. El mismo autor que hace años aseguraba que el Premio Cervantes (el galardón que felizmente acaba de ganar un escritor tan limpio como José Jiménez Lozano) estaba literalmente cubierto de mierda. No intuyó don Camilo, en su soberbia, que el chapapote acabaría emergiendo después de todo, después de su hundimiento en el mar de la muerte.

El chapapote arriba, de la misma manera, a los bruñidos corros de la banca. El próximo mes de enero Botín y Amusátegui declararán como imputados por un supuesto fraude millonario a los señores accionistas del SCH. Ambos podrían haber incurrido en un delito societario al disponer de forma fraudulenta de 43,7 millones de euros que, presumiblemente, agilizaron la jubilación del ex copresidente del SCH. Estiércol del Diablo le llamaba al dinero Papini. Chapapote contante y sonante para cuya limpieza siempre hay voluntarios.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_