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Columna
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Alberti, la memoria alterada

Antonio Elorza

Al cumplir en 1962 sesenta años de edad, Rafael Alberti resumió en tres endecasílabos su actitud ante la vida: "No suscito ninguna recompensa/ Sólo el amor que por lo humano siento,/ del odio duro y triste me compensa". En un ejercicio de reducción conceptista, Alberti evoca veladamente una opción personal que le alejará de la carrera de escritor galardonado que pareció despuntar con Marinero en tierra; sigue el compromiso perdurable con la causa política en que creyó ver la emancipación de la humanidad, y por fin, el hecho de que esa dimensión humanista, la fe en el comunismo, a duras penas logra cubrir un fondo de desgarramiento y de intransigencia. Fue gran amigo de sus amigos, intenso amador, leal siempre a sus ideas, pero también capaz de emplear una extrema dureza frente a quienes juzgara como adversarios y traidores. Recuerdo aún el fracaso de mi misión en 1984, cuando uno de sus conocidos de la primavera de 1930 me pidió que comunicara a Alberti su deseo de concertar un reencuentro: "Ni hablar: fue un facha", me respondió cortante el poeta. Réplica incluso cordial si pensamos en los desplantes, propios de un Quevedo con aires de jaque tabernario, que se sucedieron en sus actitudes y en sus escritos de los años 30.

¿Qué hubiera exclamado el autor de El burro explosivo si llega a ver que un programa de televisión a él dedicado, El siglo de Rafael, le utilizaba para recordar a los espectadores diversas peripecias del rey Alfonso XIII -Su Majestad, ¿eh?- o para exhibir la jeta de un curilla regordete sobre quien además se nos informa que acaba de asaltar los altares? El truco para consumar estas y otras tropelías a costa de la memoria republicana y obrera del escritor consistió en abordar el contexto al modo de José Luis Garci en su programa, mediante una cascada de acontecimientos variopintos, como si se tratara de ir leyendo la guía telefónica, con lo cual las inserciones pasan desapercibidas. Así, la Residencia de Estudiantes sirve de cortina para dejar fuera de campo a la República. Diríamos, cita mediante: "¡Qué negrura!". O bien actualizando la letrilla del Gil Gil de 1935: "Aunque parezca mentira, no baila Aznar, baila el Opus".

Y, sobre todo, un tupido velo cubre la actuación política de Alberti, al convertirse entre 1932 y 1939 en el símbolo de la adhesión de los intelectuales españoles a la causa de la Revolución soviética. Es entonces, y no diluida su figura en la transición democrática, cuando Alberti asume el protagonismo como comunista militante, al dirigir en 1933-1934 la revista Octubre, bosquejar la puesta en marcha de la organización de escritores revolucionarios, luego constituir la Alianza de Intelectuales Antifascistas o declamar su espléndido poema dedicado a la defensa de Madrid. En marzo de 1937, el propio Stalin les explica a María Teresa León y a él personalmente su estrategia de cautelosa defensa de la República. Por mucho que luego nos cuenten recuerdos entrañables Marcos Ana o Teodulfo Lagunero, resulta imperdonable esa omisión del periodo central de su vida política. Nada hay en el extenso reportaje de La 2 acerca de los relatos entusiastas de los viajes a Moscú desde donde en 1933 "vuelve otro", en torno al episodio de su estancia en la Ibiza ocupada de julio de 1936 o sobre la acerada poesía de combate contra la brutalidad de los espadones sublevados, en las páginas de El Mono Azul.

Por otra parte, cuando ya es posible hablar de los rojos, ni siquiera es aludido en El siglo de Rafael otro momento significativo de su actuación política, cuando en 1981, en el curso del Congreso del PCE, toma la palabra con pasión y con furia, retomando la prosa quevedesca de los 30 contra el pobre orador al que Santiago Carrillo había dado el encargo de aplastar a los renovadores. El aplastado fue él y sólo Santiago Carrillo, de hielo entonces y amnésico ahora sobre el tema al evocar a Alberti, fue inmune a la protesta del autor de Consignas ante la erupción de neoestalinismo que había de suponer en pocos meses la autodestrucción del partido. Aún había de encabezar el llamamiento no escuchado de quienes proponían al secretario general un poco de cordura. Rafael Alberti probó entonces que era mucho más que un fácil versificador al servicio del mito revolucionario. Claro que nada de esto interesa al ejercicio de manipulación de la memoria por parte de nuestros conservadores. La réplica albertiana pasa hoy del galope del pueblo al voto: "Hasta enterrarlos en el mar". Se lo han ganado a pulso.

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