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Crónica:CRÍTICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cine de pureza clásica

Hay muchas -quizás demasiadas sobre algo que pide pudor y silencio- películas sobre el Holocausto y, pese a lo que aquello tiene de pozo inagotable, la pantalla parecía haber llegado al límite de su capacidad para arrojar luz en las viciadas atmósferas y las torturadas estancias de aquella negrura. La inmensa Shoah de Claude Lanzmann, genial y abrupto esfuerzo documental de hondura y dimensiones colosales, sobre el exterminio de los judíos por el fascismo nazi, parecía haber alcanzado el techo de las posibilidades del lenguaje cinematográfico para explorar este brote de Mal absoluto.

Pero parece que quedan rincones del abismo en los que la cámara tiene aún campo propio, y de esos rincones surgió hace unos años el gran melodrama de La lista de Schindler, que logró la hazaña de remover con ingenio y sencillez y emoción las cenizas de Auschwitz. Y ahora nos golpea El pianista, una obra maestra, muy intrincada pero resuelta con precisión y claridad insuperables, de la que fluye cine de gran singularidad formal, sin duda de mayor alcance moral y estético que el de Steven Spielberg, pues Roman Polanski convierte en territorio histórico inexplorado y en espacio poético inédito al escenario, atravesado por todos, del zarpazo genocida nazi en el gueto de Varsovia, en los primeros años cuarenta.

EL PIANISTA

Dirección: Roman Polanski. Guión: R. Harwood. Intérpretes: Adrien Brody, Thomas Kretschmann, Frank Finlay, Maureen Lipman, Ed Stopparn, Julia Rayner, Jessica Meyer, Emilia Fox. Género: drama. Francia, 2002. Duración: 148 minutos.

Estamos ante la obra cumbre de Polanski, un monumento del cine a la lucha por la libertad

Se perciben rasgos de cine de altísima elevación en esta mirada del cineasta polaco hacia lo más adentro y lo más oscuro de sí mismo. Hay, escondida en el fondo de El pianista, una mirada cerrada que durante toda su carrera Polanski buscó la ocasión de abrir, pero que eludió siempre, por temor a caer en una vendetta inconsciente contra sus verdugos íntimos. El niño judío Roman Polanski creció en el gueto de Cracovia. Allí vivió el umbral del exterminio de su familia (su madre murió gaseada en Auschwitz) y, al eludir hacer cine sobre aquello, expresaba su temor a manchar a la pantalla con residuos inconscientes de rencor. Y fue la lectura de las dolorosas pero serenas y apacibles memorias del pianista Wladyslaw Szpilman, muerto cuando comenzaba a rodarse esta película arrancada de su relato, lo que puso en los ojos del cineasta el punto de vista equilibrado y libre que necesitaba para no hacer demasiado suya una reconstrucción del genocidio nazi.

El fruto del exquisito (más ahora, que por doquier reina la impudicia) pudor de Roman Polanski al negarse a convertir en fuente de cine a la herida no cerrada de sus recuerdos de niñez, es la serena conmoción de El pianista, una construcción de gran vuelo formal y de empuje épico excepcional, que hay quien temerariamente consideró -tras su estreno en el festival de Cannes, donde ganó la Palma de Oro- cine convencional, cuando en realidad es todo lo contrario. Porque el empuje de El pianista conduce a una recuperación para el cine de ahora, que lo necesita y mucho, del equilibrio clásico, de la puesta en pantalla transparente, del acuerdo entre los contenidos argumentales y su formalización visual. Y es esta llamada al cine clásico lo que convierte en evidencias a las calidades de esta representación, sobre la cuerda floja del pasmoso dominio de la gradualidad que aquí despliega Polanski:horror que se añade al horror en una secuencia sin desfallecimientos, exacta, matemática.

Llevados por la energía clásica de El pianista nos deslizamos, con la soltura que da la libertad plena, nada menos que sobre las rampas del lento e inexorable descenso al infierno de este mundo que es la reducción del hombre a despojo, a infrahombre, a cadáver viviente. ¿Qué queda en este poema de la demolición de la mirada del niño Polanski? El aroma de verdad que sólo despide lo vivido. Porque hay a raudales destellos de vida vivida en El pianista y ni rastro del recurso al género, a la convención, lo que acaba con la impostura de que estamos ante un filme convencional. Todo lo contrario, estamos ante un vendaval de inventiva, una reinvención de cine de pureza clásica, un filme casi mudo, que no crece sobre palabras sino sobre sucesiones de imágenes y que suelta continuos puñetazos de hermosura entre ojo y ojo, como la portentosa representación de la sublevación de Varsovia vista desde la angulación del escondite de rata del pianista, que convierte al enorme suceso en una genial toma subjetiva de noble estructura secuencial.

Es esta escena una cumbre de la historia del cine moderno y está rodeada por muchos otros saltos de dentro a fuera de la pantalla, respingos de inteligencia como el festejo por el nazi del Año Nuevo; la concentración en un tapiado de emigrantes del gueto a las vacaciones eternas de Auschwitz y Treblinka; la huida del músico por la Varsovia derruida, que conduce al sobresalto de la aparición del oficial nazi melómano y a otros prodigios de creación de súbitas atmósferas dentro de la atmósfera envolvente de la trágica encerrona. Y nos ennoblece la elegante creación, gota a gota, de un altísimo voltaje de electricidad emocional sin acudir a ningún golpe de efecto; y la genial escena en que Szpilman -resucitado por el inmenso talento de Adrien Brody- toca el piano, mientras nieva, sin llegar con los dedos al teclado, poderosa metáfora que lo dice todo sobre esta llamada del cine imperecedero a no olvidar lo inolvidable.

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