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Precaución en serio

Pablo Salvador Coderch

Basta una simple sílaba -como om, la más sagrada-, pero puede ser una palabra y hasta un verso con sombra de sentido, aunque en su mayor parte carecen de él: los mantras o expresiones sagradas del budismo y del hinduismo están dotados de un poder autosugestivo y místico que rapta las mentalidades y sorbe el seso. A fuerza de repetirlos, acabamos por creer que su sonido es su significado.

En la cultura legal de mi generación, el mantra por antonomasia es la palabra precaución, elevada por tratados y documentos internacionales a la difusa categoría de principio universal de conducta. En 1982, la Carta Mundial de la Naturaleza, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, se refirió por primera vez al principio de precaución. Al cabo de 10 años lo recogería la Conferencia de Río: "Con el fin de proteger el medio ambiente, los estados deben aplicar ampliamente el criterio de precaución". Y hoy está en el artículo 174.2 del Tratado de la Unión Europea: "La política de la Comunidad en el ámbito del medio ambiente... se basará" -entre otros- en el principio "de precaución", pero en ningún lugar del tratado se nos dice en qué consiste y ello da pie a interpretaciones para todos los gustos.

Así, por miedo a la enfermedad de las vacas locas, los norteamericanos rechazan sangre de personas que hayan vivido en Francia cinco años durante los últimos veinte y, por pavor a enfermedades víricas feroces, los franceses casi hacen lo propio con donantes homosexuales; por recelo a semillas y alimentos transgénicos, gobernantes de países africanos azotados por el hambre se niegan a recibirlos; por lo que pudiera pasar, bastantes ONG de renombre rechazan arriesgarlo abogando por la recuperación del uso del DDT en la lucha contra la malaria; por no quedar acreditada en juicio la inocuidad de campos electromagnéticos por debajo de una microtesla, algunos jueces españoles han adoptado medidas cautelares contra la instalación de antenas telefónicas o de transformadores eléctricos; por si acaso, políticos y periodistas proponen restablecer la censura de obras de ficción violentas no fuera que el cerebro de los niños quedara mal recableado de por vida.

En estos casos, poco se arregla con pedir precaución a secas si nadie explica en qué consiste ser precavido. De noche todos somos ciegos, pero la oscuridad no se combate con falta de claridad: hay que tomarse en serio el principio, y para ello, no hay más remedio que hacer los deberes. Para empezar, políticos, periodistas, legisladores y jueces deberían distinguir probabilidad e incertidumbre, limitar el alcance del principio de precaución a esta última, pero excluirlo de la primera: toda actividad humana supone riesgos, pero algunos están bien documentados y podemos cuantificar con precisión la probabilidad de su concreción -por ejemplo, los de la circulación rodada-. Los riesgos asegurables son de esta naturaleza y, por ello, quedan fuera del alcance del principio de precaución: ya sabemos a qué atenernos y si no lo hacemos es porque no queremos. En cambio, hablamos de incertidumbre y aplicamos el principio cuando el estado de los conocimientos científicos y tecnológicos no permite cuantificar los riesgos -el contagio por vía sanguínea de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, por ejemplo-.

En segundo lugar, conviene precisar qué significado legal de precaución vamos a usar: la versión débil del principio se limita a defender que la incertidumbre no justifica la inacción del legislador, pero no dice en qué dirección hay que regular nada. Una intermedia propugna que la incerteza exige intervenir, pero tampoco en este caso se ofrecen guías para la acción. La versión más fuerte establece que, en caso de incertidumbre sobre un riesgo, quien propone desarrollar la actividad que lo genera deberá aportar pruebas sobre su inocuidad. Mas el resultado es paralizante: la receta de principio es no innovar, algo difícil de justificar como regla universal de conducta.

En tercer término, siempre es bueno distinguir incerteza de ignorancia: hace dos años, la Comisión Europea publicó una comunicación sobre el recurso al principio de precaución que sugería arrancar siempre con una evaluación científica: la precaución está justificada en la incertidumbre y no en el simple desconocimiento de algunos o de muchos. Si confundimos aquélla con éste, la ingenuidad de la opinión pública será presa fácil de demagogos profesionales. Luego, añadió la Comisión, si de la evaluación resulta que deben adoptarse medidas, éstas deberán ser proporcionales al nivel de protección elegido, no discriminatorias, coherentes con otras similares, justificadas en un análisis de los costes y beneficios, revisables y capaces de designar a quién corresponde aportar las pruebas necesarias para evaluar el riesgo.

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Para que la palabra precaución no quede en conjuro, hay que tratarla con delicada cautela. Con mucho cuidado.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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