Mísera Etiopía
Con regularidad ritual, Etiopía pide ayuda para evitar que la hambruna diezme, una vez más, su población. Esta vez, dicen los expertos, la cuarta parte de sus 60 millones de habitantes están amenazados por el hambre en los próximos meses si no se canaliza inmediatamente un socorro masivo. De ellos, seis millones necesitan imperativamente comida para sobrevivir. En el oriente del país del Cuerno de África, las raíces son ahora el principal alimento y el ganado muere a un ritmo alarmante por falta de agua.
Etiopía es un país crónicamente vulnerable a la sequía y al hambre. Ya no es una despiadada dictadura marxista, como cuando la hambruna de 1984 segó la vida de un millón de personas, pero el hecho de que su autoritario Gobierno sea más humano no ha servido para mejorar sustancialmente la situación de una de las zonas más olvidadas de la Tierra.
Como casi siempre, la causa inmediata de la nueva catástrofe es la sequía. No llueve casi nunca, y cuando lo hace es demasiado tarde para hacer prosperar las cosechas de maíz o sorgo. Pero los factores políticos son determinantes en la incapacidad del país para evitar que se produzca la siguiente penuria. Etiopía, dos veces la extensión de España, no tiene agua, pero tampoco carreteras, ni infraestructuras, ni prácticamente otra producción que no sea la agricultura de subsistencia. La desidia del Gobierno del presidente Meles Zenawi para hacer reformas económicas y políticas es ejemplar. El Estado, dueño de la tierra, que se niega a privatizar, cobra un rosario de impuestos a sus miserables campesinos -quizá el 80% de la población- y les obliga a comprar fertilizantes, pagados por adelantado, cuando aún se ignora si la meteorología permitirá su uso. Los impuestos se pagan en efectivo e inmediatamente después de la cosecha, con la inevitable consecuencia de que muy pocos pueden guardar algo para los tiempos de extrema necesidad.
En este paisaje, la imprescindible ayuda internacional tiene un carácter ortopédico. La asignatura pendiente de Etiopía, como de la casi totalidad de África, sigue siendo, tantos años después, un principio de justicia y estabilidad que permita un desarrollo sostenible, capaz de alumbrar gobiernos decentes y una sociedad mínimamente articulada. Mientras germina esa utopía, Occidente tiene mucho que decir, y no sólo condonando deuda o facilitando préstamos. Los países ricos nunca encuentran el momento de discutir a fondo y sin hipocresía cómo garantizar a medio plazo las necesidades perentorias de esa parte de la humanidad que habita más allá de los confines del mal llamado Tercer Mundo.
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