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A orillas del Ebro

Tengo el corazón partido entre mi natal tierra aragonesa y el Plan Hidrológico Nacional; esto es el colmo, cómo ha podido suceder algo así. Cierto es que a los aragoneses nunca se nos han dado demasiado bien las relaciones públicas, siempre hemos sido bastante negados para la autopromoción, preferimos la sencillez, la austeridad, la discreción, el secreto y hasta el disimulo en ocasiones, nos importan más las realidades que sus imágenes. Recuerden a Baltasar Gracián, que firmaba con el nombre de su hermano Lorenzo para disfrazar ante sus superiores -mal y sin engañarles- ser el autor de lo que escribía. Entre la tan cacareada tenacidad aragonesa y su incapacidad para hacerse valer, así nos van las cosas, como lo muestra el jaleo que hemos organizado con el Plan Hidrológico Nacional, o mejor dicho, con el trasvase del Ebro; no hay que confundir las cosas, pues también habrá que decir que si lo hemos organizado así, quizá haya sido en la misma medida en que nos lo han organizado los demás, o que tal vez se nos ha venido organizando desde hace mucho tiempo ya.

No soy ningún experto en temas hidráulicos, en los que mis escasos saberes provienen de mis lecturas, entre otras de alguien que sí lo era en la práctica, el escritor Juan Benet, ingeniero de Caminos y autor de grandes obras públicas -embalses, trasvases, túneles- que fue un gran profesional del tema, aunque siempre se consideró un lego en su teoría, cosa rara en alguien como él, tan orgulloso en el terreno literario -que tanto se le discute- como humilde en su profesión de ingeniero, en la que nadie nunca le puso en tela de juicio, salvo algunos ecologistas tan frenéticos como idealistas. . Allí, Benet, que desde luego tenía felizmente algo de déspota -menos- e ilustrado -más-, repite hasta la saciedad que España posee agua de sobra para satisfacer sus necesidades, lo que sucede es que hay que rebajar sus escorrentías -el agua que se pierde inútilmente- y repartirla mejor, pues si las cuencas que van al Cantábrico, al Atlántico y al Mediterráneo catalán son excedentarias, las del cuarto sureste del mismo Mediterráneo son brutalmente deficitarias tanto en pluviometría como en sus corrientes de agua superficiales y subterráneas. De ahí que fuera un decidido partidario del sistema de trasvases. Y, por último, era un partidario absolutamente convencido de la necesidad de los planes hidrológicos a escala nacional, como debe de serlo todo aquel que se plantee rigurosamente el tema del agua en España.

Bien, he aquí tres verdades inconcusas: para empezar, el tema del agua es crucial para España, que la tiene desde luego en cantidad suficiente, aunque haya que conservarla y repartirla mejor; segundo, se trata de algo tan importante que tiene que haber un Plan Hidrológico Nacional que sea competencia del Estado, pero siempre establecido tras el obligado consenso con las cuencas hidrográficas y la ingeniería privada, en el que deben prevalecer los intereses generales sobre todo; y tercero, los trasvases son una parte fundamental en este tema, junto con otros sistemas y toda suerte de obras públicas para la recuperación de escorrentías y pérdidas de agua, así como para su almacenamiento, conservación y reparto. Aunque, junto a estos tres puntos, sus opiniones con relación a los trasvases eran también bastante originales y "diferentes" de lo que parece que ahora se ha totalitariamente legislado (entre otras cosas, prefería los trasvases entre cuencas "horizontales", más que los "verticales"). Pues en cierto modo lo que aparece a los ojos de la opinión pública es una identificación entre el Plan Hidrológico Nacional y un monstruoso trasvase del Ebro de norte a sur que quizá no sea demasiado correcto, o al menos no como solución exclusiva y no complementaria de otras muchas tan necesarias como ésa, y que es desde luego lo que ha provocado la movilización de la opinión pública aragonesa, que a su vez ve cómo su propia imagen es puesta en solfa en buena parte de España.

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¿Quién puede pensar que el pueblo aragonés sea tan limitado, tan tozudo, pertinaz y egoísta que quiera apoderarse sin limitación alguna de algo que no es suyo -el Ebro-, que nunca lo ha sido y que nunca lo será, ni le pertenece, ni le ha pertenecido ni le pertenecerá jamás? Pensar así de Aragón es pensar igual de mal de España, no lo olviden. Ustedes perdonen, con nuestro cariño para todos, ni estamos tan locos ni somos como esos vascos o catalanes desenfrenados, como desdichadamente suele suceder ahora; nuestro mayor encanto es nuestro desinterés por esos micronacionalismos que tanto nos acosan en nuestros días. El río Ebro, atestiguado en la historia desde el siglo V antes de Cristo, así denominado en homenaje a Ibero, el hijo de Tubal -de entre nuestros reyes legendarios-, que además ha dado nombre a toda nuestra península, no es un río aragonés, desde luego, aunque forme parte consustancial de nuestra sociedad, de nuestra identidad, cultura, paisaje, geografía, orígenes y destino. Es, aparte de jotas, puentes y gastronomía, nuestro "río fiel", como lo llamaba Benjamín Jarnés. Pero nunca ha sido nuestro, nuestro único privilegio ha sido el de alojarlo entre nosotros, que hemos sido sus principales beneficiarios a lo largo de la historia, como nuestro dios primordial, ¿qué culpa tenemos de ello?

Bien, el Ebro no es nuestro porque no es tan sólo aragonés, somos nosotros los que somos suyos, pero también nos gustaría que todos los demás -cántabros, castellanos, vascos, riojanos, navarros y catalanes, esto es, los españoles en general (y su Estado y su Gobierno mismo, pues todos estamos obligados a ello)-, lo trataran con el mismo respeto con que lo hemos hecho nosotros. Y para empezar, podría pensarse que el trasvase del Ebro afectará menos a los aragoneses que a los catalanes, pues sólo empezará a hacerse después de Mequinenza y Flix. Pero de esas consecuencias del trasvase -demoledor para el tarraconense delta del Ebro, que también es esencial para toda España- responderán los gobernantes catalanes ante el pueblo catalán, hasta ahí no llego. Mientras tanto, lo cierto es que el Ebro está bastante bien alimentado pero siempre que se respeten, conserven, aumenten y cuiden sus patrimonios, no que hagan lo que hicieron en el pueblecito oscense de Jánovas durante medio siglo y se lo voy a contar, porque viene como anillo al dedo. Allá en los años cuarenta, la Administración franquista decidió hacer un pantano al paso del río Ara, justo antes de unirse con el Cinca, en las inmediaciones del embalse del Grado, que hasta baña Torreciudad, el "vaticano" del reciente San Josemaría Escrivá, aquí hay de todo. Los campesinos se rebelaron, argumentando que allí no se podía hacer un embalse; fueron desalojados a cañonazos, hasta bombardeando su escuela con los niños dentro. Desde entonces, esos terrenos a la fuerza "abandonados" fueron cultivados por diversas empresas particulares más o menos ligadas a las administraciones sucesivas -franquista, "ucedea", socialista y popular-, hasta que hace pocos años se decidió que el embalse era inviable y los usurpadores abandonaron "sus" tierras tan ilegalmente cultivadas entre ruinas. Han pasado casi tres generaciones de campesinos, muchos ya muertos o mal indemnizados, y el pueblo sigue con su decorado intacto y destrozado, tan bombardeado como entonces, lo juro, pasé por ahí no hace mucho y parece un decorado para una película de guerra. Lo importante no es discutir sobre principios, sino dialogar sobre todo y con todos, colocar cada cosa en su sitio, y al final hacerlas bien día a día. Lo importante no es trasvasar porque sí, sino situarlo todo en su lugar y hacerlo todo por orden, según el respeto, el diálogo y el consenso, pues, como ya se sabe, el gato escaldado del agua fría huye, y no se extrañen de que Aragón, en legítima defensa, se salte su buena imagen a la torera y permita que las aguas del Ebro bajen turbias.

Rafael Conte es periodista y crítico literario.

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