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El 'Prestige' como metáfora

Me cuento entre los pesimistas o escépticos que creen que, frente a un desastre como el del Prestige, los poderes públicos pueden hacer, lo que se dice hacer, relativamente poco. Poco para evitarlo -¿por qué será que las medidas preventivas y restrictivas se adoptan siempre a posteriori?- y no mucho más para conjurar sus efectos, una vez consumada la catástrofe. En este tipo de escenarios, el papel de las administraciones es básicamente paliativo, limitado siempre por la desproporción entre la tarea que se debe realizar y los medios disponibles, y sujeto además al albur de los imponderables meteorológicos.

No, la intención de este artículo no es en modo alguno exculpar, ni siquiera reducir la responsabilidad que los gobernantes españoles y gallegos han contraído ante la crisis medioambiental en curso. Lo que sostengo es que, admitida la impotencia en el hacer, la obligación mayor de presidentes, ministros y consejeros en tales casos es saber estar, y decir cosas pertinentes, y dar la cara cuando y como corresponda; en otras palabras: enfrentados a un grave vertido petrolero, o a una inundación, o a otro desastre semejante, allí donde los políticos se la juegan es en el terreno de la imagen, de la compostura, de los reflejos, de los gestos, de la sensibilidad hacia los damnificados. Y bien, justamente ahí los señores Aznar, Fraga y sus respectivos gobiernos presentan un balance no sólo deplorable, sino arquetípico de los peores rasgos con que el Partido Popular viene haciendo uso de sus mayorías absolutas.

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Por orden de aparición en la crisis del Prestige, el primero de tales rasgos fue ese nacionalismo ramplón y perejilesco, hecho a base de gónadas y metros cuadrados de bandera. Recordémoslo: apenas el barco quedó a la deriva delante de Finisterre, el mensaje gubernamental se aplicó a echarle las culpas a Gibraltar por su supuesta dejadez inspectora, en un intento grotesco de convertir el problema del petrolero en munición para el irredentismo español sobre el Peñón. Luego, el objetivo de la estrategia oficial consistió en desplazar el peligroso buque hacia aguas de jurisdicción portuguesa y cargarle así el muerto al país vecino, que para algo es más pequeño y, a lo mejor, se dejaba...

No se dejó, el Prestige terminó hecho pedazos en el fondo del Atlántico y la temida marea negra se hizo realidad. Entonces salió a escena otro de los rasgos más genuinos del aznarato, aunque también lo padecieron el PSOE y hasta CiU: el síndrome de la mayoría absoluta, la convicción de que ésta otorga la verdad absoluta y constituye una patente de corso. Fiados en este axioma, Manuel Fraga, Francisco Álvarez-Cascos y los consejeros de Obras Públicas y de Medio Ambiente del primero se marcharon de cacería, o de merienda campestre, mientras el titular de este último ramo en el Gobierno central, Jaume Matas, junto con sus colegas de Sanidad e Interior, disfrutaban al parecer de un agradable asueto en el coto de Doñana. Sí, seguramente, de haber permanecido en los respectivos despachos, o en casa, o sobre el litoral contaminado, tampoco hubieran sido de mayor utilidad, pero al menos no hubiesen desdeñado ni ofendido los sentimientos de desamparo, la desolación y la rabia de miles de afectados.

A renglón seguido, y a la vez que el siniestro iba tomando una inevitable dimensión política, se manifestó una característica más de los actuales gobernantes: su escasa capacidad de autocrítica, unida a una fe excesiva en la propaganda. Comenzó el consejero de Pesca, López Veiga, sentenciando que "aquí no hay una marea negra", prosiguieron los directivos de las dos televisiones públicas de Galicia vetando de sus informativos dicho concepto -lo que no sale en la tele es como si no ocurriera, pensarían...-, y han continuado el Gobierno central y el PP negándose a permitir que un pleno extraordinario del Congreso debata con luz y taquígrafos todas las implicaciones de la crisis.

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Puesto que, a pesar de tales esfuerzos, la bola de nieve mediático-ciudadana alrededor del vertido de fuel seguía creciendo, el PP ha echado mano de la navaja con que lleva años acuchillando al Partido Nacionalista Vasco: la descalificación ética del adversario. Si con los de Arzalluz no se puede hablar porque son cómplices de unos asesinos, los de Rodríguez Zapatero no deben ser tenidos en cuenta porque son unos "carroñeros", corruptos por antonomasia e incluso instigadores o encubridores de otros asesinos; ese es el significado bien poco subliminal de la extemporánea alusión que Francisco Álvarez-Cascos hizo el lunes pasado a anteriores gobiernos que organizaban "grupos para secuestrar ciudadanos, para pegar tiros en la nuca y enterrar en cal viva". Por si esto no bastase, el Gobierno de Aznar ha vuelto a utilizar groseramente al Rey como avalador de sus tesis partidistas; del mismo modo que hace un tiempo pusieron en boca del Monarca afirmaciones insostenibles acerca de la idílica y nunca coercitiva expansión de la lengua castellana, ahora le han enviado a Galicia a reclamar "menos fotos demagógicas"... Pero, ¿quién establece el contenido de las palabras del jefe del Estado? ¿La Zarzuela, La Moncloa o, directamente, la célula de agitación y propaganda de la calle de Génova?

Naturalmente, ignoro cuál puede ser para el PP el coste final, en términos electorales, de la contaminación y la parálisis pesquera que ya afectan a casi todas las aguas gallegas. Comoquiera que sea, lo que sí puede afirmarse es que, durante esta crisis, el Gobierno de Aznar y el partido que lo sostiene se habrán cocido en su propia salsa.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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