El vertido de Haider
Haider, que fue recibido en Bagdad por un doble de Sadam Husein, se ha hundido en sus excentricidades en las elecciones austriacas. Pero ya había vertido una mancha que, aumentada por el vendaval que ha soplado desde los atentados del 11-S, ha contaminado la política europea con algunos de sus temas bandera y sus reclamaciones.
El relativo declive de esta extrema derecha puede esconder una derechización del centro-derecha, e incluso de una parte de la izquierda. Autoridad y control son conceptos que, en este ambiente de crisis, están de regreso y se refieren especialmente a la responsabilidad del Estado antes que a la de los ciudadanos. El efecto contaminador de Haider, de Le Pen en Francia, de la Lista Fortuyn en Holanda, y de otros movimientos en Portugal, Dinamarca o Bélgica, ha consistido en que muchos partidos del llamado centro-derecha, desde el Popular de Schüssel, que ha logrado la mayor victoria de su historia, hasta la rebautizada Unión por un Movimiento Popular de Chirac, han hecho suyas algunas de las propuestas de esa derecha extrema en materia de control de la inmigración y orden público.
Este centro-derecha, que estuvo durante décadas dominado por la democracia cristiana en Europa, ha cambiado en profundidad en un proceso iniciado bastante antes que Haider, pero que se ha acentuado estos últimos años. El Partido Popular Europeo no es lo que era con dirigentes como Aznar o Berlusconi en su núcleo central, nada liberales y muy intervencionistas.
Salvo alguna esporádica excepción, en los años sesenta la extrema derecha era casi inexistente en las democracias europeas. En los noventa ha vivido su auge. Ahora puede ir a la baja, aunque no deja de ser significativo que el partido de Haider, el FPÖ, pese a haber sufrido un batacazo al perder casi una tercera parte de sus votos, se haya quedado en un 10%, lo que no es poco. El frustrado intento del resto de la UE de aislar diplomáticamente a Austria en 1999 no ha influido en el resultado electoral, pero sí en la cautela de los países pequeños de la UE frente a los grandes. Pues con Italia, ni se planteó medida alguna. El caso de Haider ha podido contribuir a normalizar la imagen de un Gobierno como el de Berlusconi, que se escuda con el Estado y una legislación hecha a medida, ha roto la frontera entre lo público y lo privado en el terreno mediático -con ramificaciones en España- y tiene en su seno a la Liga Norte o la Alianza Nacional, que poco tienen que envidiar al FPÖ austriaco.
Un efecto positivo de Haider puede haber sido el que el Tratado de Niza haya incorporado cláusulas de salvaguardia ante posibles involuciones democráticas en Estados miembros, si bien pensando más en algunos de los próximos socios que en los actuales. No conviene bajar la guardia en las exigencias de respeto de las reglas democráticas, como se ha hecho.
Ahora bien, la contaminación de Haider responde también a las reglas de la democracia. El crecimiento de estos movimientos puso de relieve que la cuestión de la inmigración estaba en el centro de las preocupaciones de una parte significativa de la ciudadanía. Muchos partidos tradicionales las asumieron como propias, desde Dinamarca a España. E incluso ha llegado a la UE la idea de que se debería penalizar a los países terceros que no colaboran en la lucha contra la inmigración ilegal (en su caso, emigración), o, si acaso, aplicar una ayuda, una discriminación positiva, a los que lo hacen. Todos necesitan ayuda para luchar contra la explotación de las redes de tráfico humano. También los que incumplen. ¿O se le va a pedir a Marruecos que retenga a los subsaharianos que pasan por su territorio camino de Europa? No deja de ser paradójico que en la guerra fría se criticara al Este por no dejar salir y ahora se pida al Sur que impida salir. Tampoco parece viable la situación de dejarles salir (de su país) y prohibirles entrar (en la UE). Habrá que encontrar un punto de equilibrio que no esté en el mar. aortega@elpais.es
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