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'Kárate a muerte en Torremolinos' recupera los clichés del cine de serie Z

Ahora que el cine español ha abandonado las coproducciones de bajo presupuesto y el gusto por los subgéneros, el malagueño Pedro Temboury se empeña en nadar contracorriente de la mano de un monstruo abisal bautizado con el increíble nombre de Jocántaro. Kárate a muerte en Torremolinos, la primera película de Temboury, hizo ayer irrupción en la Mostra con toda la parafernalia que se merece. Un grupo de amigos del realizador se disfrazó de karateca para presentar la cinta en una coreografía tan loca como la posterior proyección. Porque Kárate a muerte en Torremolinos es una excéntrica película que recupera los viejos clichés del cine de serie Z (peleas de karatecas, zombies, alienígenas, magia negra y surfistas, entre otras perlas) para construir un filme muy entretenido y repleto de caspa, que representa la única producción española del alternativo ciclo dedicado al cine traka. Rodada con poco más de 6.000 euros, la cinta cuenta con la desinteresada colaboración como actores del mítico director de cine casposo Jesús Franco, y de Mohamed Kashoghi, hijo de uno de los magnates de la Costa del Sol, que interpreta el papel de mendigo.

La película de Temboury aportó un poco del atrevimiento del que carece, salvo honrosas excepciones, la sección oficial, en la que ayer entraron en competición dos nuevos filmes. El primero fue el italiano Giravolte, de Carola Spadoni, una película que se resume en su primer fotograma: un hombre atraviesa Roma, mientras se sobreimpresionan los títulos de crédito, a lomos de una Vespino de segunda mano. Esta imagen premonitoria se erige después en metáfora de lo que espera al espectador. Porque Spadoni quiere ser como Nanni Moretti en Caro diario, pero sus pretensiones quedan al mismo nivel que la comparación entre la Vespa de Moretti y el Vespino de Spadoni, pues los bocados de realidad de Giravolte carecen de la dimensión analítica y crítica de la mirada de Moretti.

La argelina Inch'allah dimanche, de Yamina Benguigui, está plagada de buenas intenciones y posee un atisbo de crítica social. Pero la denuncia de la situación familiar de la mujer en la cerrada sociedad matriarcal musulmana, en la Francia de la década de los setenta, se diluye en una historia excesivamente maniquea que, para colmo, finaliza de la manera más hollywoodiense posible, como si su directora se hubiera decantado por un final improvisado para salvar con honor el lío argumental en el que se había metido.

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