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¿Dónde está?

El aumento de la aversión al riesgo de los inversores es el mantra más repetido por la tribu de analistas. Mire uno donde mire, encuentra una colección de cuadros y gráficos que unánime e inapelablemente demuestran que las decisiones de inversión están progresivamente dominadas por la prudencia, o directamente por el miedo. Las consecuencias para los países emergentes de este estado de ánimo son bien conocidas: un buen número de países se han quedado sin acceso a los mercados de capitales internacionales, los títulos ya emitidos cotizan a descuento y las economías que conservan la capacidad de emitir se ven forzadas a pagar altas primas para atraer a los inversores.

El impacto sobre las empresas de los países desarrollados es igualmente significativo, como demuestra el stockalipsis al que hemos asistido desde marzo de 2000, y, pese a la laxitud de la política monetaria global, la fuerte subida del precio al que las grandes empresas pueden captar financiación en los mercados de renta fija nacionales e internacionales. Mientras que las consideradas más sólidas en términos patrimoniales están pagando un punto porcentual más que el Tesoro americano por captar financiación a 10 años, las que se encuentran en el último escalón del grado de inversión deben ofrecer dos puntos más, y las que se encuentran en el escalón inferior siete puntos porcentuales adicionales. No hay, pues, duda: el capital está asustado y sólo aparece cuando la codicia vence al miedo.

El 'capital' está asustado y sólo aparece cuando la codicia vence al miedo. Y es que EE UU actúa como un succionador del ahorro mundial

Aunque existen razones de todo tipo para explicar este comportamiento, en la era de los mercados globalizados hay una que no se puede pasar por alto: la economía americana está actuando como un gigantesco succionador del ahorro mundial. Basta echar una ojeada a sus datos más recientes para constatar que la recuperación de la economía americana (que en el tercer trimestre del año ya crece a ritmos anualizados del 4%, gracias al consumo privado) está acompañada por la ampliación de su déficit de balanza corriente, y, por consiguiente, de mayores necesidades de financiación externa. El FMI estima que las necesidades de apelación al ahorro mundial de la economía norteamericana pueden llegar en el año 2002 a 468.000 millones de dólares, y en 2003 a 505.000 millones. Una parte de este desequilibrio viene explicado por las bajas tasas de ahorro de las familias norteamericanas, y otra, por el desahorro del sector público.

Si las otras dos grandes economías desarrolladas (Japón y Europa) no consiguen aumentar su capacidad de exportación de ahorro al mismo ritmo que las necesidades de financiación externas americanas, el único resultado posible es una creciente expulsión de los mercados del resto de agentes y países. Que es lo que está ocurriendo.

Mientras que en 1998 una burda consolidación de los flujos del G-3 sugería que los países más ricos necesitaban que el resto del mundo les financiase con 47.000 millones de dólares, esta cifra ascenderá este año a 325.000 millones y el año próximo puede llegar a 415.000. La imagen simétrica es que, mientras que los países emergentes en 1999 recibieron flujos privados de financiación por 153.000 millones, este año apenas llegarán a 120.000, la mitad de los cuales estarán dirigidos a Asia. Latinoamérica, que en 1999 captó 71.000 millones (el 50% del ahorro mundial canalizado a los países emergentes), este año tan sólo ha conseguido 29.000, equivalentes al 25% de la financiación externa del mundo en desarrollo.

Lo desafiante de todo lo anterior es que, para que la economía norteamericana sea la locomotora de la economía mundial, tiene que acelerar sus actuales ritmos de crecimiento y, previsiblemente, seguir aumentando su desequilibrio externo, lo que a su vez agravará los problemas de financiación de un buen número de países emergentes.

Para salir de este delicado e inestable equilibrio sólo hay una solución: que los organismos multilaterales cumplan con su función proporcionando financiación complementaria a la privada y garantías de que las políticas desarrolladas son sostenibles a medio plazo, y, sobre todo, que los mercados de bienes de los países industrializados se abran a las exportaciones de los países emergentes.

Ir con una mano en el cielo y la otra en el suelo, recogiendo capital, exhibiendo fundamentalismos e imponiendo barreras proteccionistas, sencillamente no es la estrategia más inteligente para garantizar un futuro apacible a la economía global.

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