Europa es laica
La ofensiva confesional ha irrumpido en el debate constituyente europeo. No en el sentido tradicional de proclamar una determinada fe o iglesia como única y oficial, sino en el de hacer una referencia predominante a lo religioso. Tras la audiencia del Papa al presidente de la Convención, Giscard d'Estaing, y su discurso ante el Parlamento italiano, el PPE ha presentado un anteproyecto de Constitución en el que se hace una referencia explícita a lo que Europa "debe a su herencia religiosa" y se menciona la cuestión en tres artículos. Ello supone una importante pretensión de cambio en relación con una construcción política que es laica desde sus comienzos y, que en mi opinión, debe seguir siéndolo.
En el grupo de los padres fundadores figuraban importantes líderes democristianos, junto a socialdemócratas y liberales. Sin embargo, en los textos de los Tratados no se incluyeron menciones expresas a valores religiosos ni remisiones a herencias. La que habían recibido, fruto de esa historia de infierno y paraíso que, en expresión de Braudel, es la europea, era muy pesada. El objetivo compartido era construir el futuro a partir de la común afirmación en los valores de la democracia como sistema político y el respeto de los derechos humanos como credo, entre los que figuraban como fundamentales las libertades de pensamiento, conciencia, religión y culto, para superar, gracias al esfuerzo conjunto, la tolerancia y el respeto a un pasado de intransigencia, imposiciones y persecuciones entre diferentes religiones, en esencia las tres del Libro, que, por cierto, son una importación de Oriente Próximo más que une creación europea. Esfuerzo de comprensión y paz que se extendió al seno de una misma religión; no hay que olvidar que las guerras religiosas entre cristianos produjeron un número comparable de víctimas a las reconquistas y cruzadas.
A la hora de afirmar el valor de la herencia, aunque sea a beneficio de inventario, tan importantes son para la gestación de los valores fundamentales de la Europa Unida otros activos como la filosofía clásica griega, el derecho romano y sobre todo la Ilustración. Se puede afirmar, sin miedo a exagerar, que en este medio siglo los europeos nos hemos unido por conseguir un marco de tolerancia y esfuerzo común sin precedentes en nuestra historia. La vida cotidiana de las instituciones comunitarias da fe de este clima de convivencia, empezando por la más numerosa y pública, el Parlamento Europeo. En sus escaños nos sentamos codo con codo y trabajamos juntos, por ejemplo, una protestante francesa con un católico alemán, una judía belga, un hinduista británico, un ortodoxo griego, un masón portugués, un agnóstico español, un reformado sueco... De modo significativo, no se hace ostentación pública de las creencias, como ocurre en los EE UU, en donde lo primero que aparece en el curriculum vitae de un congresista es una declaración pública de su fe religiosa. Sin duda, este cierto pudor expresa la preferencia por considerar la creencia religiosa como un hecho más personal y privado. Lo cierto es que las creencias religiosas no tienen el valor de líneas de fractura como en el pasado; aunque es innegable que en ciertas cuestiones de costumbres el peso de las mismas puede orientar el voto. Así ha ocurrido en resoluciones en las que se incluyen críticas sobre el integrismo, el fundamentalismo y su influencia en la condición femenina o en conflictos complejos como los de los Balcanes, en donde chocaban no sólo fanatismos cristianos y musulmanes, sino también la división entre cristianos ortodoxos y latinos entre serbios y croatas, consecuencia del Cisma de Occidente. Con todo, tiene mayor fuerza la voluntad común de trabajar juntos por un destino común que la pretensión de ahondar en las divisiones. El enfrentamiento público del vociferante pastor norirlandés Ian Paisley con el Papa cuando éste visito el Parlamento Europeo no pasó de ser un hecho anecdótico. Más peligroso es mezclar argumentos políticos con religiosos, como ocurrió en Irlanda en anteriores referendos, cuando se afirmaba que el Tratado de Maastricht obligaba a legalizar el divorcio o el aborto en ese país, o como está ocurriendo ahora mismo con la oposición conservadora polaca, que no vacila, en una línea demagógica y cuasi insurreccional, en igualar Unión Europea con relajación de costumbres, eutanasia o destrucción de la identidad católica del país, hasta el punto de que la jerarquía católica ha tenido que tomar distancias. También son claramente mayoritarias las condenas de atentados xenófobos como los que sufren sobre todo los símbolos o instituciones judías, o medidas discriminatorias, en particular contra las islámicas.
La actitud general de los representantes de todas las confesiones religiosas ha sido y es la de apoyar la construcción europea, aceptando que debe de hacerse a partir de valores compartidos y no desde la afirmación monopolista y excluyente de la propia fe. Tuve ocasión de comprobarlo personalmente en mi mandato como presidente del Parlamento Europeo, incluso con la jerarquía de la Iglesia armenia o la ortodoxa de Jerusalén. El cambio es notable en relación con el pasado, en algunos casos muy cercano. En España, los ciudadanos no católicos, fueran protestantes, judíos, mahometanos o agnósticos, eran todavía de segunda clase hace 25 años, como recordé en la intervención que hice en nombre del Grupo Socialista en el debate del artículo 16 de la Constitución española de 1978, que consagraba la libertad religiosa y de cultos y el carácter laico del Estado y oponerme al privilegio de mención que AP y UCD habían reintroducido en relación con la Iglesia católica.
Justamente, la diferenciación entre la esfera espiritual y temporal es un elemento clave en la construcción de las democracias europeas modernas, y es la crítica fundamental que se hace al mundo islámico, con su identificación entre ambas. Proceso que ha supuesto muchos siglos de lucha desde que Constantino proclamara el cristianismo como religión de Estado. Los intentos de los emperadores que pretendieron unificar Europa, desde Carlomagno, los Otones con el Sacro Imperio hasta Carlos V con su Monarquía Universal, eran unificar el cetro y la espada. La consecuencia de las guerras de religión de la Reforma fue la aplicación del principio "cuius regio, cuius religio", que definía la religión del súbdito en función de la del señor temporal. Norma que subsiste en las Constituciones de algunos Estados europeos, sobre todo monarquías, que siguen siendo teocracias al coincidir la cabeza reinante con la jefatura de la Iglesia. Sin embargo, el arraigo de la democracia parlamentaria hace que casos como el actual del posible matri
monio del heredero de la Casa de Windsor y futura cabeza de la Iglesia anglicana con una divorciada figure más bien en las crónicas de sociedad que en las políticas o de cismas religiosos, como su antepasado Enrique VIII.
La ciudadanía europea que nos hace a todos iguales como personas independientemente de nuestros credos es un hecho reciente, data del Tratado de Maastricht, y todavía no ha alcanzado su pleno desarrollo. Una tarea esencial para lograrlo fue la realizada por la Convención que redactó la Carta de Derechos Fundamentales proclamada en Niza. En la misma hubo consenso general para incluir en su artículo 10 el derecho de toda persona a "la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos". No alcanzo a ver qué añade el préstamo del preámbulo de la Constitución polaca a ese equilibrado texto, como pretende el PPE. La labor que queda por hacer es lograr que este artículo, como los demás de la Carta, pase a ser parte integrante de la Constitución para que los poderes públicos a todos los niveles cumplan con su deber de asegurar que los ciudadanos europeos pueden ejercer con libertad y seguridad estos derechos, tanto si son cristianos como musulmanes, hebreos, budistas o librepensadores.
Si de lo que se trata es de asumir de verdad la mejor herencia europea y no reabrir un debate para lograr un privilegio de mención, que luego sirve de base para tratar de conseguir otro tipo de privilegios y sinecuras terrenales y fiscales, como está ocurriendo en nuestro país, lo procedente es referirse a los precedentes éticos, filosóficos y espirituales que han configurado Europa. Con ello se cumplirá para los cristianos el mandato evangélico de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, a la vez que se consagrara en una Constitución laica el respeto y la protección de las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión. Y eso, más que una herencia, es una aportación de futuro.
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