Deuda exterior, la nuestra
En el origen del nombre "Argentina" están la poesía y el dinero. Un autor extremeño, Martín del Barco Centenera, lo inventó a finales del siglo XVI para titular su poema dedicado a la ocupación de aquella tierra mineralmente espléndida: La Argentina. Conquista del río de la Plata.
Ese título, además, explica por sí sólo la naturaleza de las relaciones de aquel mundo con éste, porque era ver la plata y traérsela. Con la Argentina empezamos, pues, debiendo. Y así seguimos. Recordaré primero, concentradamente, que fue país de acogida del exilio y del hambre que nos impusieron la guerra y la dictadura.
Esa deuda material -abundancia y libertad compartidas con nosotros en aquelllos tiempos del cólera- sería suficiente para que hoy, como una piña, les apoyáramos. No sólo dando sino además impidiendo.
Ese país inmensamente rico, con uno de los potenciales de desarrollo mayores del planeta, ha hecho un viaje al revés
Hay que enviarles palpablemente ayuda, y acogerles administrativa y laboralmente. Pero hay también que rebelarse, que penalizar a quienes -gobiernos, instituciones y empresas- sostienen y cobijan a los artífices del caos argentino actual.
Ese país inmensamente rico, con uno de los potenciales de desarrollo mayores del planeta, ha hecho un viaje al revés. Ha llegado al subdesarrollo, a las estadísticas del tercermundismo: cartoneros, chabolas, niños muertos de hambre. Y ese trazado aberrante, invertido, no lo ha marcado ningún determinismo insondable. Es el resultado de actitudes personales, económicas y políticas concretas y deliberadas. De corrupciones, malversaciones, imposturas con nombre y apellidos y códigos de identificación fiscal.
Tenemos una nueva deuda con la Argentina. Le debemos la enseñanza -que es también advertencia- de que es posible perder, ir a mucho peor, pasar de la poesía de la plata al prosaísmo infame de la miseria. Y de que ese paso es la consecuencia de una manera de ejercer el poder, de entender las relaciones internacionales, de aplicar la lógica empresarial. Una manera que es depredación de propios y extraños. De quienes roban -el dinero privado argentino colocado en cuentas extranjeras equivale al de su deuda externa-, pero también de quienes les legitiman internacionalmente, o tratan con ellos o negocian con ellos beneficios empresariales y prebendas in articulo mortis. Y le debemos también el recordatorio de que como ciudadanos del primer mundo podemos oponernos, con el boicot y el voto, a ese vampirismo y a esa necrofagia.
Subrayaré por último que con la Argentina tenemos y tiene el mundo otra deuda principal. La de la cultura. Voy a resumirla mucho, a barrer sólo para mi propia casa, que es la de la literatura; a centrarme exclusivamente en su contribución al patrimonio literario universal.
No hay en todo el mundo un país equivalente a Argentina en este ámbito. Con una densidad mayor de buenos escritores. Con una proporción tan alta de excelentes. Con una lista más larga de ineludibles e inmortales.
Voy a mencionar de memoria y en desorden -consciente de que olvido como poco a otros tantos- a Jorge Luis Borges, Alejandra Pizarnik, Macedonio Fernández, Julio Cortázar, Bioy Casares, Arlt, Olga Orozco, Lugones, Sábato, Aroldo Conti, Marta Lynch, Múgica Lainez, Victoria Ocampo, Alfonsina Storni, Lamborgini, Walsh, Juan Gelman, Juan José Saer, Luisa Futuransky, Wilcock, Moyano, Marechal, Manuel Puig, Di Benedetto, Silvia Molloy, Silvina Ocampo, Girondo, Ana Basualdo, Ricardo Piglia, Hector Bianciotti, Ana María Shua, Luisa Valenzuela, Diana Bellessi, Cesar Aira.
Y Ana Becciú, Perla Rotzait, Noni Benegas, Clara Obligado, Mario Merlino, Edgardo Cozarinski, Alberto Manguel o Ricardo Berti, que pongo aparte porque de este modo los distingue mi afecto.
Sólo por su literatura la Argentina merece ser declarada Patrimonio de la Humanidad. Una calificación que implica respeto, protección y dinero, y que la Unesco ha reservado hasta ahora para entornos naturales y monumentos.
Es tiempo de concedérsela también a los pueblos. De reconocérsela a los argentinos ya.
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