10.000 corredores
El pasado fin de semana bilbaíno culminó con la Herri Krossa surcando las calles de la villa, y jamás vieron mis ojos maravilla semejante: fueron más de diez mil personas las que compartieron asfalto y sudor en la dura singladura.
Confieso que las vi mientras iba en coche, conduciendo. También confieso que las vi mientras fumaba. Creo que tiré la colilla, temiendo la hipótesis fantástica de que fueran a abuchearme. Pero eso no ocurrió. En la cabeza del pelotón estaban aquellos que se tomaban el asunto en serio, querían ganar, y no otra cosa ocupaba sus molleras (por ejemplo, mi salud). Después, la marea humana dio paso a escenas más agradables: el tono festivo, relajado, de los seres humanos comprometidos en una tarea colectiva, en una apoteosis del deporte, el juego limpio y la higiene en el trabajo. Allí eran las personas mayores; los niños pequeños, las cuadrillas de amigas y de amigos que corrían, o no corrían, o corrían más o menos, o sencillamente andaban. La cola del masivo pelotón era tiernísima: toda clase de viandantes de pega, decididos lisa y llanamente a pasar una buena mañana de domingo.
Admiro el deporte, pero, así como otros confiesan que no tienen tiempo para la lectura, confieso que no encuentro el momento adecuado para apuntarme a una Herri Krossa. Lo que ocurre es que, cuando uno ve la tromba de diez mil corredores, a los que igualaba la inmaculada camiseta, generosamente habilitada por la Bilbao Bizkaia Kutxa, comprende que la modernidad se mueve por nuevas coordenadas; entre ellas, el deporte popular.
La vida tiene estas cosas contradictorias: media ciudad haciendo publicidad gratuita a la caja de ahorros y mientras tanto, con absoluta indignidad, uno fumándose un pitillo. Dos acciones insalubres. Ciertamente, las multinacionales del tabaco se dedican a inocular en mis envenenados cigarrillos toda clase de sustancias aún más venenosas, mientras que la noble caja de ahorros se limita a cobrarme cincuenta céntimos si saco en un cajero de Vitoria o Donostia unos euros de nada. Quiero creer que esas arteras comisiones sirvieron también para financiar las diez mil camisetas que la BBK puso a disposición de los esforzados atletas del domingo. Me consuela haber aportado algo al magno evento.
Mi condición de ser del paleolítico se demuestra en eso como en tantas otras cosas. Si me pilló la Herri krossa fue porque cierta circunstancia familiar (feliz, en este caso) imponía, incluso en domingo, ciertas labores de intendencia. Por eso cogí el coche. Fue de regreso cuando los voluntariosos diez mil corredores de la BBK me atraparon a un par de manzanas de casa. Mientras ellos culminaban su gimnástico ejercicio, un tipo de la organización, armado con un paraguas, me exigió que parara el motor. Y yo cumplí la orden. Quizás no tanto por el respeto que demandan los deportistas como por la cara de malas pulgas que puso el tipo del paraguas. No creo que entre mis escasas virtudes se encuentre el coraje.
El martes siguiente, mi amigo Iñaki, un excelente periodista, objeta amablemente que en alguna novela la tomo con los deportistas. También observa que fumo demasiado. Como no son opiniones, sino rigurosas comprobaciones científicas, inclino la cabeza y asiento con aire resignado. Cuenta Iñaki que, en su juventud (bueno, en más juventud que la de ahora) fue un corredor competitivo y que llegó en alguna Herri Krossa entre los treinta primeros. A pesar de ello, me relata también sus innumerables lesiones, alguna de las cuales le ha dejado secuelas.
-¿Lo ves? -respondo, para mantener el ánimo-. El deporte es malísimo.
Y él se ríe, pero lo hace sólo porque es un buen tipo. Ambos sabemos que él tiene toda razón. Y quizás algún año de estos me anime a participar en la Herri Krossa, colocándome (por razones tácticas) en la cola, junto a ancianos y chicos gorditos (quizás provisto de un bastón, o de una bombona de oxígeno) y añorando de algún modo la terrible competición que se desarrolla en cabeza.
Lo único que pediría es participar sin la camiseta de la BBK. Al menos hasta que me devuelvan todos esos medios euros que me cobran los automáticos de Vitoria y Donostia. Cuestión de honor.
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