Un dandi contra el tiempo
Un estudio iconoclasta sobre el tiempo en el que, siguiendo la estela borgiana, Eduardo Gil Bera deniega de la idea de pasado. Fundamentado en un caudal de lecturas y escrito en tono irreverente, el libro sitúa el origen de esa noción en el racionalismo y la Ilustración.
El tiempo ha sido un objeto especulativo formidable, abordado por grandes teorías metafísicas y sistemas cosmológicos imponentes con toda suerte de hipótesis arcanas, científicas o esotéricas.
Esto no ha arredrado al autor de estas "divagaciones" sobre el tiempo (así las califica él mismo), sino que con un irredimible espíritu de rebelión cronoclasta comienza por declarar que el pasado es un supuesto, un desatino; y, divagando aquí, apostrofando allá, en un tono entre oracular y resabiado, pero siempre admonitorio, Gil Bera remonta la causa del "desatino" al monoteísmo y a la veneración por el lenguaje, y la atribuye al racionalismo y a la Ilustración dieciochescas que, no obstante, componen una parte considerable de sus incontables referencias librescas. Su estilo tonitruante requiere del lector mucho esfuerzo, pero enseguida uno se acuerda de que la denegación del pasado fue formulada por Borges en "Nueva refutación del tiempo", texto inspirado a su vez en An Experiment with Time, de un olvidado diletante llamado John Dunne, que, tras cruzar a Schopenhauer -otra pasión borgiana que también cultiva Gil Bera- con la teoría de la relatividad, "demostraba" matemáticamente los viajes en el tiempo. A Borges, sin embargo, sólo le importaba la ocurrencia, cara al idealismo, de que pasado, presente y futuro poseen la misma naturaleza poética, dado el común registro en que los constituye la conciencia.
LOS DÍAS DE ENMEDIO
Eduardo Gil Bera Destino. Barcelona, 2002 249 páginas. 17,45 euros
Nos hallamos, pues, ante un
libro que en parte es borgiano, aunque la filiación que apunto sólo es temática, porque las ironías de Borges quedan aquí desplazadas por la vehemencia del autor quien, pese a una cultura notable y a una intención ensayística digna de ser elogiada, sucumbe a la tentación de incurrir en el característico energumenismo hispánico. Gil Bera afirma saber, por ejemplo, cómo y cuándo se inventó la objetividad o cómo y por qué se alteraron las coordenadas del lenguaje para dar prevalencia al orden del tiempo. Y así como sostiene la superioridad del euskera sobre las lenguas románicas basándose en una supuesta cualidad espacial de éste, que lo vincula a las lenguas originarias (aunque en otro contexto se burla de las teorías que rinden "culto al origen"), declara que Platón es un corruptor, que el Eterno Retorno es una idea "docente (?!) y terrorista", que Russell es "un oficiante del suceso único", Gœthe un pesado, Burkhardt un mentiroso, y el estructuralismo, una engañifa francesa, remedo de una combinatoria que ya conocían los babilonios. Total, que su jüngeriana rebelión contra el tiempo acaba convirtiéndose en descrédito y descalificación de casi todo: Gil Bera abomina del racionalismo, de los filósofos, los rétores y los escritores realistas (aunque no hay párrafo donde no glose a alguno de ellos), repudia la lógica, la gramática, la física y la geometría del punto y la línea, y sólo salva de su furor antiilustrado a Prigogyne y a un par de escritores menores de los siglos XVI y XVIII. Afirma que la cultura europea está dominada por sacerdotes (dogmáticos) y sabios, gramáticos y filósofos (metodólogos) que sólo estudian para pergeñarse una cátedra, y que únicamente un artista que reconozca el esencial "malentendido en el lenguaje"es capaz de salvarla. Naturalmente, el artista sólo puede ser él mismo ya que sus ensayos, con arrogancia, renuncian adrede a todo método o sentido de la argumentación.
Pese al innecesario petardeo, el libro muestra auténtica irreverencia, cosa saludable en esta época de bledos académicos y neorrománticos cursis, y un caudal de lecturas inteligentes que sorprenderán a un lector culto, pero también deja ver la huella de demasiada soledad, como en la celda de Savonarola. Dos apostillas pues: una, el admirado Montaigne, evocado y emulado, era un ensayista, no un dandi; y dos, el "divagar" culto en un ensayo no está reñido con la conmensuración, el orden o la persuasión que, al fin y al cabo, son atributos irrenunciables del arte; o con la humildad, que, como enseñara Sócrates, es el único signo que en verdad identifica a un hombre sabio.
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