Turquía y Europa: la hora de la verdad
Junio pasado, Estambul. Más de mil jóvenes empresarios europeos están reunidos en el Palacio de Congresos, que domina el Bósforo. En mi discurso de presentación, hablo de la maravillosa aventura de la integración europea, a la cual vamos a contribuir. En primera fila, de pie, dos bellas jóvenes se cogen de la cintura. Una de ellas me interrumpe, diciéndome: "Yo soy francesa y ella es alemana. Estamos juntas y nunca haremos la guerra". Me emociona.
Europa no son solamente las directivas de Bruselas, por necesarias que éstas sean. Debe ser también, y sobre todo, la emoción creadora de los pueblos que construyen el nuevo mundo del siglo XXI.
El porvenir siempre sobrepasará nuestra imaginación. La paz sigue amenazada, la caída del muro de Berlín desgraciadamente no nos ha traído la seguridad que tanto se esperaba. Construir Europa es también construir el porvenir del mundo. ¿Será un mundo en el que las superpotencias regionales intentarán reproducir a gran escala el Estado nacional del siglo XIX, y estos Estados se enfrentarán apoyándose en reflejos de identidad procedentes de la Edad Media y las guerras de religión? ¿O será un mundo en el que la integración regional permitirá la cooperación y la gestión de la mundialización en beneficio de la felicidad humana?
Estambul, la Bizancio y Constantinopla de antaño, capital del Imperio Romano de Oriente y luego del Imperio Otomano, se ha vuelto a convertir, tras la caída del telón de acero, en la capital económica y comercial del sureste de Europa. En los barrios comerciales se codean todas las lenguas del Mediterráneo, el Cáucaso y los Balcanes.
Para aquellos que conocen su historia y su perfume, Estambul siempre ha sido profundamente europea, al menos si pensamos en una Europa que no se detiene en la frontera austriaca, sino que incluye a Atenas, Sofía y Sarajevo. Europa no se detiene en el Bósforo; se irradia en Anatolia, ese punto geográfico que siempre ha ligado a Oriente con Occidente y que forma la mayor parte de la república creada por Kemal Ataturk; cerca del 70% de los ciudadanos turcos quieren que nuestro país se integre en Europa. El 12 de diciembre los jefes de Gobierno europeos se reunirán en Copenhague para formalizar la ampliación hacia el Este. Turquía, desde la cumbre de Helsinki de 1999, es uno de los 15 países candidatos. También se adhirió en 1996 a la Unión aduanera, antes que los otros candidatos. Desde hace décadas forma parte del Consejo de Europa. A lo largo del verano de 2002, el Parlamento turco ha adoptado cambios legales, incluida la abolición de la pena de muerte, y la liberalización del uso de la lengua kurda y otras lenguas maternas en la radio y la televisión, así como en la enseñanza, que armonizarán nuestro marco legal con los criterios y la práctica europeos.
Ha llegado la hora de la verdad para Turquía y sus socios europeos. O bien Europa mantiene su palabra y Turquía es de verdad candidata, en cuyo caso hay que fijar sin demora la fecha para comenzar las negociaciones formales que van a conducirnos a la adhesión, o da marcha atrás y emite la señal de que Turquía será excluida de la construcción europea, señal que tendrá consecuencias graves a la vez para Europa y para Turquía.
Pasemos revista a los argumentos en juego.
En primer lugar, la historia. Es cierto que está sembrada de conflictos que han enfrentado a los otomanos con los europeos. Pero estos conflictos no son más importantes que los que han enfrentado a las potencias europeas entre sí. Y es importante saber que el Imperio Otomano estaba tan anclado, si no más, en los Balcanes como en Oriente Próximo. Sarajevo, Salónica y Skopje han sido centros vitales para los otomanos, más aún que Damasco o Beirut. El Imperio Otomano era antes que nada un imperio del sureste de Europa, heredero del Imperio Romano de Oriente. Turquía es tan europea como los demás países de los Balcanes.
Pasemos a la economía. La renta per cápita en Turquía es netamente superior a la de Rumania y Bulgaria. Está próxima a la de Polonia. La proporción de la población dedicada a la agricultura es casi igual a la de Rumania. La industria turca tiene indicadores de productividad muy superiores a los de otros países candidatos. Además, las valientes reformas emprendidas en el curso de los dos últimos años han saneado el sistema financiero e introducido la competencia y la transparencia en los sectores de la energía y la agricultura, así como en los mercados públicos.
Queda la esfera de la política y las libertades: es cierto que hemos tenido ahí un sensible retraso hasta este año. Pero Turquía tiene el mérito de haber querido crear desde el principio un Estado de ciudadanos, a la francesa, y no una amalgama de grupos étnicos y religiosos. Entre el modelo francés y el modelo yugoslavo, la república de ciudadanos tiene ventajas. Queriendo evitar el escollo yugoslavo, hemos cometido un exceso de jacobinismo que hemos corregido ahora.
Turquía quiere vivir con las mismas libertades que los demás países europeos. El anclaje europeo nos facilitará la tarea y nos ayudará a aislar a quienes se oponen a la modernidad. El Partido Republicano del Pueblo, del que formo parte, es decididamente proeuropeo. Estamos en la oposición. Pero el Partido de la Justicia y el Desarrollo, que ha ganado las elecciones del 3 de noviembre, también apoya plenamente, en sus declaraciones oficiales, los criterios de Copenhague. Sobre este punto hay debates, pero es probable que una mayoría entre quienes lo han apoyado en las elecciones sea sinceramente proeuropea.
Así pues, si no es la historia, ni la cuestión étnica, ni siquiera los derechos humanos, ¿qué es lo que retrasa nuestra plena participación en la gran aventura europea? El primer factor, raramente confesado, es el factor religioso. Quienes ven Europa como una entidad cristiana no pueden admitir en ella a un país mayoritariamente musulmán. Si se salen con la suya, Europa perderá la oportunidad de ser realmente moderna y superar la visión de un mundo dividido en bloques religiosos. Si los turcos de un lado y los europeos del otro definimos nuestra identidad en términos religiosos, nunca podremos unirnos y cooperar por la paz.
Por eso todos debemos comprometernos con fuerza y convicción a respetar la laicidad y a separar la esfera religiosa de la vida pública.
Una Europa que rechazara a Turquía por un reflejo de identidad religiosa invitaría al mismo reflejo en Turquía y daría la razón a quienes, en el mundo, preparan las nuevas guerras de religión.
La segunda dificultad está ligada al tamaño de Turquía. Es un país del tamaño de Francia, Alemania y el Reino Unido. Con un crecimiento rápido del PIB que estará facilitado por la integración, dentro de 20 años la economía turca será una de las más importantes de Europa. ¿Por qué no ver en ello una oportunidad de utilizar la fuerza de una Turquía próspera y europea para edificar una paz duradera en el Mediterráneo y en Oriente Próximo?
Más que nunca, Turquía tiene necesidad de una respuesta clara y positiva de Europa. Constituirá una barrera a toda tentación de volver a las fuentes del islam político y permitirá al nuevo Gobierno apoyarse en una mayoría moderada y razonable. Permitirá también una evolución positiva de la economía.
Europa, igualmente, tiene necesidad de una Turquía amiga y aliada en su seno. Juntos, podremos crear verdaderos milagros para un mundo en el que la fe religiosa no sea nunca más una fuente de violencia, sino, al contrario, un factor que contribuya a la paz y la prosperidad.
Kemal Dervis, ex ministro de Economía turco, es diputado por el Partido Republicano del Pueblo.
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