Cultura constitucional, cultura federal
Siguen las andanadas del Gobierno del señor Aznar López -con su presidente a la cabeza- contra quienes proponen un debate libre sobre reformas constitucionales y estatutarias. Un debate que -quiérase o no- irá a más en los meses que vienen. A finales de 2003 conmemoraremos el primer cuarto de siglo de la Constitución de 1978. Asistiremos a homenajes merecidos y a balances necesarios. Al firmar los valores básicos de la democracia, la Constitución ha sido durante estos años un instrumento de convivencia aceptable entre quienes tienen visiones diferentes de lo que la política debe regular en beneficio de la sociedad. También ha servido -aunque con más dificultades- para mantener un acuerdo de mínimos entre quienes sostienen concepciones diversas sobre lo que España pueda ser cuando se habla de identidades nacionales.
Con todo, la Constitución de 1978 es tributaria de conceptos -Estado-nación, soberanía, independencia, parlamentarismo, primacía de la democracia representativa, preponderancia de los partidos políticos- que reflejan una concepción jurídico-pública muy desgastada por los hechos. En el momento presente, ¿quién puede negar el proceso de cambio acelerado de nuestras sociedades? En todos los órdenes: tecnológico, socioeconómico, político-institucional, geoestratégico. La propuesta constitucional de 1978 se articulaba todavía sobre las tres condiciones tradicionales del Estado-nación: territorio, nación, soberanía. Pero ya ninguna de ellas significa hoy lo que representaba hace pocos años. Ni el territorio permite definir un coto impenetrable a la intervención de otros poderes públicos y privados, ni la nación es entendida del mismo modo por "nacionales" y extranjeros, ni la soberanía -un concepto que siempre provocó confusiones en la teoría política- es en el mundo del siglo XXI la realidad exclusiva o indivisible que algunos pretenden que fue en otras épocas. Ignorar tales transformaciones y su impacto sobre las reglas constitucionales equivaldría a condenarlas a la petrificación fetichista e inútil del texto de 1978.
El lehendakari Ibarretxe -con contenidos discutibles y muy poca oportunidad en el tempo político vasco- ha planteado una reforma del bloque de la constitucionalidad, incluidos el Estatuto vasco y la Constitución. El Parlamento catalán ha debatido también varias resoluciones que implican o reclaman reformas del mismo orden. Martín Villa y Maragall -que ven más allá de la circunstancia inmediata- han declarado la imposibilidad de "cerrar modelos". Los nacionalistas catalanes de CiU han abandonado muy recientemente su tesis de la relectura constitucional y apuestan ahora por la reforma estatutaria y, si conviene, por la constitucional. Hace pocos días, Felipe González se refería al "problema territorial" y rechazaba la actitud del "hay que cerrar definitivamente ese proceso". Frente a ella, señalaba lo deseable de un sistema de convivencia "que, respetando las reglas del juego, deje un cierto grado de dinamismo abierto". (EL PAÍS, 27-10-02).
Para admitir la necesaria apuesta por este "dinamismo abierto", es necesario contar con una sólida cultura constitucional. Una cultura que admite el debate sobre objetivos claros de una reforma, que exige el respeto a los procedimientos reglados de revisión y que rechaza la criminalización de las propuestas discrepantes. Así la ha descrito el constitucionalista Viver Pi-Sunyer. Cuando se carece de cultura constitucional, en cambio, aflora la machacona insistencia en aferrarse a la literalidad del texto de 1978, como hacen algunos "patriotas constitucionales" de nuevo cuño.
La evolución de la España de las autonomías demanda también que este debate se haga en un clima de cultura federal. Hay signos favorables para ello, pese a la gesticulación unitarista de quienes los perciben y quieren contrarrestarlos, abanderando -nunca mejor dicho- iniciativas de rancia teatralidad. Quienes se refieren al nuevo federalismo saben que el término "federal" evoca hoy una concepción de la política en la que la unidad -de individuos, de pueblos- se hace a partir del reconocimiento de la pluralidad y de la diversidad. Una cultura federal que promueve la coordinación de las instituciones por las que se autogobiernan diferentes comunidades. Y que profundiza a la vez en la democracia porque estimula la participación -en un esquema de red- de todos los actores: ciudadanos individuales y Gobiernos que los representan a todos los niveles, desde el local hasta el planetario. Lo ha expresado bien el politólogo Miquel Caminal cuando describe lo que puede ser hoy el federalismo pluralista.
El año 2003 nos traerá sin duda alguna más propuestas de reforma constitucional. Es ilusorio pensar que un texto -nacido en las circunstancias singulares de la transición española de hace un cuarto de siglo- no ha sufrido la usura de un tiempo caracterizado por la aceleración de las transformaciones sociales. Pese a las resistencias del integrismo constitucional de los conversos -que debilitan paradójicamente la misma Constitución que afirman defender-, la cultura constitucional y la cultura federal ganan adeptos. Una y otra son necesarias para orientar la ineludible adaptación de nuestras reglas políticas fundamentales a la sociedad española del presente. Impulsando esta adaptación, prestamos al legado constitucional de 1978 el mejor servicio y el más auténtico homenaje.
Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y diputado del Grup parlamentari Socialistes-Ciutadans pel Canvi.
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