Sobre derechos irrenunciables
La Constitución Española fue, como todos recordamos, fruto de un consenso en el que las distintas fuerzas representadas en aquellas Cortes pusieron algo de su ideario. El propio Partido Nacionalista Vasco tuvo una intensa participación en la elaboración del texto, participación no exenta de conflictos, pero no más graves que otras históricas discrepancias, tales como el abandono de la forma republicana del Estado, para unos, o la legalización absoluta de los partidos comunistas para otros, por poner dos ejemplos. Sin embargo, la dirección nacionalista estrenó con aquella ocasión una estrategia que, andando el tiempo, terminaría por convertirse en su imagen de marca: La de quedarse con la salsa... y con la perdiz también.
Una vez alcanzados los objetivos políticos del PNV, ETA dejaría de matar, pero no antes
En efecto, aprovechadas al máximo las posibilidades del consenso político ansiosamente buscado, aceptados incluso apartados tan puramente ideológicos como la Disposición Adicional Primera, cuyo último significado nadie ha logrado descifrar todavía, el PNV, en la conciencia de que la Constitución sería aprobada y de que sus efectos beneficiosos no dejarían de aprovechar, bien al contrario, a los propios nacionalistas, se desentendió insolidaria e imprudentemente de la misma, dejando que los demás tirasen del carro.
Esta actitud de estar a las maduras pero no a las duras, de la que se podrían encontrar antecedentes, tuvo su colofón en la tramitación del Estatuto de Autonomía de Euskadi, precisamente el que actualizaba los derechos históricos de los territorios forales que la tan despreciada Constitución amparaba expresamente. El Estatuto incorpora una Disposición Adicional más delirante aún, si cabe, que la constitucional: La "no renuncia" del Pueblo Vasco a los derechos que, como tal (como tal "Pueblo", si es que alguien comprende lo que ese término quiere decir), le hubieran podido corresponder "en virtud de su historia". ¿Qué significaba todo ello? Nunca se supo. Aún así, las fuerzas políticas nacionalistas y no nacionalistas comenzaron con esperanza la nueva andadura y el desarrollo de las instituciones diseñadas en la parte inteligible del Estatuto. La propia doctrina jurídica, tras unos frustrantes intentos de interpretar la disolvente disposición de un modo coherente con el ordenamiento que ella misma subvertía, abandonó pronto el empeño. Al fin y al cabo, se suponía, no dejaba de ser sino uno de esos brindis al sol puramente declarativos que suelen servir para hacer mas llevaderos ciertos tránsitos políticos, pero que, en el fondo, nadie toma demasiado en serio. ¡Qué inocencia!
Quién iba a imaginar que, pasando el tiempo, tales disposiciones inexplicables iban a constituir, precisamente por ello, el ácido con el que corroer la arquitectura política y social construida con tanta renuncia (de todos), tanta paciencia, tanto sacrificio y tanta ilusión. Qué poco imaginábamos que, hasta que los nacionalistas no alcancen sus últimos objetivos, el sistema político nunca será, al parecer, legítimo; que el pacto democrático valía para todos menos para ellos; que a finales del año 2002 -más de 20 años después del Estatuto- la sección violenta del nacionalismo vasco seguiría sembrando el terror entre la población, en una parte significativa de ese mismo "Pueblo Vasco" (¿o no?) cuyos derechos "en virtud de su historia" son tan repetidamente alegados.
Peor aún: quién iba a suponer que la fracción moderada del propio nacionalismo iba a aceptar un pacto con los violentos en el ánimo de excluir a los no nacionalistas a cambio de una tregua o que, posteriormente, iba a proponerse la ruptura del pacto autonómico de convivencia como requisito (¿implícito?) para la paz.
En efecto, si la propuesta del lehendakari constituyera, simplemente, una opción político-organizativa más o menos original, el debate, aun resultando inoportuno, podría tener una cierta lógica. Pero si su propuesta, como él mismo afirma, incorpora un proyecto "para la paz", se estarán reconociendo paladinamente varias cosas:
Primera. Que se renuncia al logro de la paz mediante la derrota del terrorismo a través de la unidad democrática y los instrumentos del Estado de Derecho.
Segunda. Que, de algún modo (intuido o conocido), se entiende que la superación del marco estatutario (pretensión asépticamente considerable como legítima postura nacionalista) coincide total o suficientemente con las pretensiones políticas del terrorismo.
Tercera. Que, se supone (aunque no se sepa por qué), que una vez alcanzados los objetivos políticos del PNV, ETA dejaría de matar, pero no antes.
Cuarta. Que las fuerzas políticas no nacionalistas acudirán, en su caso, al debate de tales propuestas bajo la enorme coacción moral y psicológica de saber que no son libres para mantener, por ejemplo, una posición de firmeza en la defensa del modelo estatutario (igualmente legítima pretensión constitucionalista) por cuanto sólo una estrategia de cesión ante el nacionalismo posibilitaría que ETA se diera por satisfecha y perdonara la vida de sus futuras víctimas.
En estas condiciones, que no resultan adjetivas sino esenciales, no se puede discutir "como si no hubiera ETA". Lamentablemente, hay "mucho de malo" en ello.
Rafael Iturriaga Nieva es profesor del Departamento de Ciencia Política de la UPV-EHU y vocal del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.
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