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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Laicismo europeo

La amplitud del acuerdo sobre la conveniencia de que Europa adopte una Constitución debe ser interpretada como una prueba incontestable de que la mayoría de los Gobiernos y dirigentes europeos desean hacer frente al futuro de la Unión avanzando en los objetivos que estuvieron en el origen del proyecto. Sin embargo, conviene no incurrir en el exceso de formalismo que supondría considerar cualquier texto constitucional, por el simple hecho de existir, como un progreso para la Unión. Como es obvio, dependerá de los contenidos que incorpore y de cómo los incorpore. Y algunos de los que prevé el proyecto del Partido Popular Europeo -en concreto, el relativo al papel de la religión y a "lo que Europa debe a su herencia religiosa"- podrían no apuntar en la dirección adecuada.

El debate sobre la futura Constitución europea no debe ser ocasión para dirimir en el ámbito de la política controversias de naturaleza teológica o historiográfica. Lo que está en juego a la hora de discutir la futura Carta Magna no son los orígenes de Europa, ni las corrientes ideológicas o religiosas que participaron en su formación, ni siquiera los rasgos que podrían definir una identidad europea específica. De lo que se trata es, por el contrario, de que los europeos se doten de un instrumento legal, el de mayor rango en cualquier ordenamiento, desde el que hacer frente a los desafíos que el continente tiene ya planteados; entre ellos, el de conseguir que la fe religiosa permanezca en lo posible en el espacio de la intimidad personal, y, desde luego, alentar la separación entre religión y Estado, aunque algunos de los integrantes de la UE tengan confesiones oficiales o favorecidas.

Dada la creciente diversidad de credos que ha aportado la generación de europeos llegados con la inmigración y la perspectiva de abrir la puerta de la Unión a Turquía -una sociedad básicamente musulmana y dirigida tras las recientes elecciones por un partido islámico-, la necesidad de preservar estos principios es aún más perentoria. Tampoco habría que olvidar la paradójica contribución que, de alinearse constitucionalmente en materia de religión, realizaría la Europa democrática a la insensata pretensión de dividir el mundo entre creyentes y no creyentes, perseguida intelectualmente por quienes teorizan sobre el choque de civilizaciones y con fanatismo asesino por quienes ponen bombas para convertirlo en realidad.

Juan Pablo II, en la primera visita de un Papa al Parlamento italiano, ha hecho una referencia a la necesidad de que la construcción europea recuerde sus raíces religiosas, aunque más velada que en su reciente conversación con el presidente de la Convención constitucional europea, Valéry Giscard d'Estaing, autor de unas declaraciones contrarias a la admisión de Turquía que han aventado la polémica en toda Europa. Sin duda, las religiones han tenido un papel, a veces negativo y otras positivo, en esta construcción, pero más importante todavía ha sido el papel de la tolerancia y el laicismo.

Ceder a las presiones de la Iglesia católica y de otros movimientos cristianos para que la futura Constitución incorpore una mención expresa a la religión como parte del mejor acervo europeo supondría una imposición dentro de la misma Europa, puesto que chocaría con algunas ordenaciones constitucionales nacionales. Pero supone además olvidar que, a fin de cuentas, las iglesias cristianas han terminado por asumir tantos valores de los pensadores laicos como éstos de ellas. Ese mutuo y fructífero intercambio es el que propició el nacimiento de una de las más saludables virtudes de Europa: la de que no haya confusión posible entre un ciudadano creyente y un fanático.

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