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LA COLUMNA
Columna
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Delirios de cristiandad

Josep Ramoneda

EL PAPA DIO LA SEÑAL y algunos corrieron detrás: los conservadores europeos -los del PP y Pujol, entre ellos- y algún izquierdoso italiano quieren que la futura Constitución europea contenga una referencia a la tradición cristiana. Es decir, quieren volver a meter a Dios en los negocios de los hombres. Si, como algunos sustentan, el resurgir de los fundamentalismos tiene que ver con la crisis de acceso a la modernidad en determinados países, se podría argumentar que también los dirigentes europeos sienten vértigo ante el ritmo acelerado del cambio, que se lleva por delante barreras y fronteras, y buscan refugio en los valores eternos. Si la sociedad no existe, porque sólo existen los individuos, como han aprendido de Margaret Thatcher tantos conservadores, la apelación a lo trascendental se convierte en el inefable principio unificador que lo legitima todo. Se destruye la sociedad real y se propone una autoridad abstracta superior, sin apelación posible, como fundamento del capricho del que gobierna. Era previsible: la llamada transición liberal va camino de acabar en descafeinada contrarreforma.

Aunque todavía hay cinco Estados en la Unión que tienen a Dios metido en su Constitución, la modernidad europea está construida sobre el laicismo, y, como ha dicho Olivier Roy, es desde esta perspectiva -y no en nombre del cristianismo- que interpelamos a las demás religiones -empezando por la musulmana- para pedirles que acepten las reglas del juego democrático. Nuestros conservadores quieren dar un paso hacia atrás y hablar de religión a religión: de la nuestra, la que debe figurar en la Constitución, a las otras. En tiempos en que Aznar, Blair y Berlusconi juran por EE UU y Bush su profeta, ¿se está produciendo un mimetismo de la sociedad norteamericana, en que Dios está en todas partes, aunque con las más diversas caras, y su palabra es tomada en vano haciendo de cualquier discurso un sermón? A veces parece que en vez de construir Europa se quiera crear un mal sucedáneo de EE UU.

Si lo que se quiere es que la Constitución europea deje constancia de las tradiciones que nos han llevado hasta aquí, no basta con la referencia al cristianismo, ¿por qué no hablar también de las tradiciones paganas de Grecia y Roma que son el fundamento de nuestro universo cultural e institucional? ¿Por qué no hacer referencia a la Ilustración que configuró nuestra modernidad? Las Constituciones no son ejercicios de memoria ni siquiera declaraciones de principios. Son instrumentos que fijan temporalmente las reglas del juego. Convertirlas en fin, hacer de ellas un marco trascendental es democráticamente equívoco.

Precisamente contra la idea religiosa de la política -que sitúa al poder humano como delegación divina- se ha construido la modernidad europea. Si la fuerza de Europa ha sido aceptar la pregunta sobre el porqué de las cosas y convertirla en modo de hacer y actuar, ¿vamos a cancelar este principio de cuestionamiento permanente colocando a Dios como última respuesta? Europa se hizo con elementos de la tradición cristiana, pero también en contra de determinadas exigencias del cristianismo y sus instituciones. Muchas ramas cristianas no han aceptado hoy todavía los valores del individualismo moderno. Vemos cómo algunas confesiones se niegan todavía a aceptar que sea la decisión personal la que rija el divorcio, la forma de vida familiar, el aborto, y tantas otras cuestiones en materia de libertad y costumbres. ¿Es lo que quieren recolocar en el frontispicio constitucional europeo? Convertidos a liberales por orden superior, algunos conservadores sufren pánico al vacío doctrinal y corren a cubrir la Constitución de morado como las imágenes en Viernes Santo.

En el fondo, lo que estos neoconservadores quieren es guardarse la última palabra, apelando al fundamento divino como última instancia de legitimidad. La última palabra, como se sabe, es la que da la soberanía. Y cuanta mayor confusión se cree sobre ella más arbitrariamente se podrá gobernar. Estos delirios de cristiandad sólo pueden ser factor de fractura. Hacen rememorar pasados felizmente superados -y que los españoles tenemos muy próximos- y quieren negar la tradición laica sobre la que Europa ha construido el más grande ideal humano jamás contado: la emancipación de los hombres, es decir, que cada cual sea capaz de pensar y decidir por sí mismo. Si se quiere conseguir un mínimo espacio de convivencia común no desenfundemos las creencias -con Dios (religiones) o sin Dios (ideologías)- antes de comenzar el partido, es decir, al definir unas reglas en las que quepamos todos.

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